Desolador, pesimista y lúcido. Esas eran las características que señalaba un diccionario de directores publicado en España para definir a Mike Leigh como cineasta. Los calificativos son perfectamente aplicables a la película que se estrena esta misma tarde en nuestra cartelera, Un año más, una fábula sobre la soledad, ese sentimiento agotador de lejanía de los otros que tanta gente experimenta en nuestros tiempos. El cine de Mike Leigh nunca engaña, trabaja íntimamente con la verdad como arma para desarmar al público, renuncia voluntariamente a todo adorno melodramático para no distraernos, y cuando sales del cine de ver una de sus películas parece que te hubieran pegado una paliza moral durante una hora y pico. Pero al mismo tiempo, sales más espabilado.
Habrá quien piense que el cine es para evadirse, no para que te den palizas morales. Y yo mismo lo suscribiría, de hecho así lo hago muchos fines de semana felizmente y no pienso dejar de hacerlo. Pero lo cierto es que el cine de Leigh, como me ha recordado esta película, nos propone otra forma de evasión, algo sadomasoquista, si ustedes quieren, pero en todo caso igualmente válida. Es la evasión a base de enfrentarnos con aquellas cosas que nos molestan o inquietan de la realidad que nos rodea. En este caso, enfrentándonos con un dibujo perfecto de la soledad, sin histerias ni sobreactuación, sin alharacas, sin adornos, en suma: sin melodramatismo. Sólo la realidad, tan miserable, inmisericorde y cabrona como suele ser cuando le dala gana ponerse brava y hacernos la vida más difícil de lo estrictamente necesario.
En Un año más, el personaje de Mary puede resultar desgarradoramente cercano, incluso podemos conocer a un a o a un “Mary” igualmente torturado. Yo conozco a varios e incluso me he tropezado con otros más jóvenes que están en proyecto. Por eso la película de Leigh nos llega con tanta claridad directamente hasta las tripas… si es que seguimos teniendo tripas para reconocer el dolor ajeno a estas alturas. La soledad casi como patología se pasea por la película de Leigh con esa mezcla de drama con algunos momentos de humor de ese que nos amarga la sonrisa al final, cuando nos damos cuenta de lo realmente cabrón que es el asunto. Una de las cosas que me gusta del cine de Leigh es que no puedo librarme de que consiga ponerme un nudo en la garganta ni siquiera invocando mi inagotable provisión de cinismo ante mis prójimos. Esa invocación a las cuatro estaciones es como un rítmico martilleo que va clavando las piezas de la soledad en la vida de los habitantes de la fábula, y siente uno como si algún que otro clavo se hubiera pasado de la pared de la pantalla y estuviera arañando también superficialmente al espectador.
La sencillez casi escrupulosa con la que el director consigue arrastrarnos de ese modo hasta las vidas de sus personajes es lo que me atrapa de este ejercicio de cine que nos propone un tipo de película distinta pero inevitablemente necesaria para nuestra salud cinéfila, como lo era Somewhere, la última película de Sofía Coppola que comenté hace unas semanas.
Sin acción ni trepidación, sin seductoras aventuras, sin paisajes exóticos, sin recursos o alardes de género, Mike Leigh nos lanza un anzuelo que nos engancha y nos saca del río de nuestro cinismo para meternos en la pecera de uno de los grandes miedos de nuestro tiempo: quedarnos aislados. Su película me parece además un documento esencial porque da testimonio de esa soledad que está aumentando cada día en los ciudadanos de nuestras ciudades y confirma lo que muchos ya sospechamos: que en esta época de casi inagotables posibilidades para comunicarnos haciendo uso de una variada panoplia de juguetes tecnológicos, estamos más aislados que nunca, porque nos falta lo esencial, que es el otro o los otros.
Y, al contrario de lo que afirma el personaje en la visita al médico que abre la película, eso no se arregla con “algo para dormir”. Dicho sea de paso, la manera en la que, atento al detalle pero sin sobrepuntuar ningún elemento artificialmente (aunque visualmente nos está componiendo un puzzle de imágenes demoledor en su realismo y simplicidad), Mike Leigh nos describe esa visita al médico, es suficiente para atraparnos.
Eso me ha recordado algunas escenas de Contagio, otra película que comento esta semana, y mucho de lo que me gustó en Réquiem por un sueño o en El luchador, de Darren Aronofsky. Simplemente la demoledora realidad manifestándose con toda su insolencia en la pantalla.
Miguel Juan Payán
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