Tenemos a Sherlock Holmes en cartelera, y, con esta nueva adaptación del mítico personaje de Conan Doyle, ha vuelto el inconformismo de quienes consideran que no se ha respetado la idiosincrasia y el espíritu del personaje. Y no porque sea esto algo que ocurra frecuentemente con Holmes (el personaje más representado en la historia del cine), sino porque los tráilers y las informaciones precedentes sí nos hacían presagiar un cierto vuelco estilístico en las aventuras del sagaz detective que el director Guy Ritchie nos ha brindado. Pero el propio cineasta y los protagonistas se han defendido asegurando que su versión es la buena, la fiel, repiten hasta la saciedad que Conan Doyle concibió en los libros a un personaje muy parecido al que ahora podemos ver en las salas de cine, y que el otro Holmes, el que esos fans del personaje defienden, no es sino la evolución del mismo a lo largo de más de cien años de películas y series de televisión. ¿En qué quedamos entonces? ¿Qué quieren los fans, fidelidad al original o fidelidad a la versión infiel? Menudo lío. Y claro, a mi, que siempre me da por pensar y recapitular, me han entrado ganas de hablar sobre esto de las adaptaciones…
Hollywood necesita adaptar todo lo que haya trascendido en otros medios. Tiene los dólares suficientes para comprar los derechos de todo aquello susceptible de generar suculentos dividendos en taquilla, que permitan a los grandes estudios rentabilizar el pago de esos derechos y obtener pingües beneficios. Pero claro, el que paga manda, y si hay que tocar algo, pues se toca, no vaya a ser que la escrupulosa fidelidad implique menos ingresos. Y ahí están ellos, los fans, los veneradores de un material original al que han consagrado su ocio, su devoción, y, sin duda, su dinero. Todo para que luego llegue el director de turno y haga lo que le dé la gana, algo a lo que suelen contribuír, no lo olvidemos, los grandes estudios. Lo complicado para esas majors es saber contentar a todos, empezando por ellas mismas, pero teniendo en cuenta que muchas veces esos resultados de taquilla que tanto ansían dependen precisamente de esos que pueden no aceptar de buen grado determinadas licencias en la adaptación. La historia del cine está repleta de adaptaciones, y las ha habido de todos los colores y resultados: ha habido fidelidad absoluta con resultados en taquilla nefastos, pero que han satisfecho a quienes esperaban la película con el cuchillo entre los dientes; ha habido adaptaciones que poco o nada respetaban al original, y que han obtenido generosas recaudaciones, aunque el director de turno sea “persona non grata” en múltiples foros de Internet. Y ha habido también hábiles adaptaciones que han contentado a todos. Pero no es fácil lograrlo.
El cine se ha nutrido desde siempre de novelas, cómics, series de televisión, videojuegos y hasta de colecciones de cromos y juguetes. Como es lógico, en estos dos últimos casos las adaptaciones no han sido examinadas con una lupa tan amplia debido a la menor relevancia narrativa. El problema llega cuando se ha tratado de llevar a la pantalla un cómic o una novela. Los superhéroes de Marvel y DC o personajes literarios como Drácula o Sherlock Holmes son marcas exitosas que el cine ha tenido siempre en el punto de mira, como fuente de ingresos casi siempre segura. Todo se adapta, ya que es más sencillo (y, no lo neguemos, rentable) hacer una película de algo conocido que pagar a un eficaz guionista para que cree de la nada una nueva franquicia de éxito.
En mi opinión, el más claro ejemplo de adaptación redonda en todos los aspectos es la que realizó Peter Jackson con su trilogía de El Señor de los Anillos. El cineasta neozelandés, junto a su mujer Fran Walsh y Philippa Boyens, logró que prácticamente nadie se quejase del trato que sus películas daban a los libros de Tolkien. En un ímprobo ejercicio de síntesis y competencia como guionistas, lograron que quienes se conocen al dedillo los libros aceptasen la ausencia de determinados pasajes literarios, así como la introducción de elementos que otorgaban cohesión y lógica a la esperada adaptación cinematográfica. En otras palabras, no tenemos a Tom Bombadil, ni falta que hace. Otra cosa hubiese sido que se hubiese rodado un musical a partir de la obra de Tolkien, y que los hobbits protagonistas fuesen los componentes de un grupo musical, como, por ejemplo, los Beatles. Suena excéntrico, pero cuentan que el mismísimo Stanley Kubrick planeó semejante herejía. Lo que vimos finalmente en los cines recaudó más de 2600 millones de dólares en todo el mundo, y eso fue posible porque todos pasamos por taquilla: desde quienes no habían leído los libros hasta quienes son capaces de mantener una conversación en élfico.
En otros casos, la fidelidad es casi enfermiza y perjudicial. Jonathan Demme realizó un excelente trabajo adaptando la novela de Thomas Harris El Silencio de los Inocentes, que, en su versión al cine, se llamó, como todo el mundo recuerda, El Silencio de los Corderos. La película fue un rotundo éxito de crítica y público, y el guión de Ted Tally fue tan absolutamente respetuoso con la novela en la que se basaba la película que por ser fiel, hasta lo fue cuando no debía. Y es que yo, ni en libro ni en película, logro entender cómo narices Hannibal Lecter logra hacerse con el boli que el Dr. Chilton lleva en el bolsillo de su camisa, que es mirado con obsesión por el caníbal cuando está atado de piés y manos y con un bozal en su rostro. Yo, como suelo hacer, vi primero la película, y cuando caí en semejante dislate busqué la explicación en el libro, pero no la encontré. ¿No hubiese sido mejor que el señor Tally hubiese corregido la anomalía en su guión? Fidelidad absoluta pero poco recomendable, en mi opinión.
En ocasiones los cineastas se pasan por el forro aspectos determinantes del original, y el resultado es sencillamente maravilloso. Ocurrió con el clásico La Bella y la Bestia, un cuento cuyo origen no es del todo conocido, pero que, en sus traslaciones más recordadas al cine, fue alterado de manera muy conveniente, respecto a las versiones literarias más conocidas que se realizaron tras descubrirse el original.
Jean Cocteau rodó una mágica adaptación en 1946, que añadía un nuevo e importante personaje, el de Avenant, un pretendiente de Bella que pretende matar a la Bestia y robar sus riquezas. Asimismo, el desenlace se modificó también sustancialmente, ya que el propio Avenant termina por ser víctima de la maldición que le transforma en Bestia. Pero, a pesar de los cambios, Cocteau fue capaz de componer una obra única, un cuento distinto pero igualmente disfrutable, una de las mejores películas francesas de todos los tiempos, cuyo guión firmó el propio director, haciéndose absoluto responsable por tanto de las arriesgadas modificaciones.
Por su parte, Disney también se sacó de la chistera toda una retahíla de cambios que no hicieron sino formar parte de una historia maravillosa, entrañable, que cautivó a espectadores de muy distintas generaciones y fue nominada al Óscar a la mejor película, la primera cinta animada en obtener semejante reconocimiento. En esta versión Bella no tiene hermanas, y es ella quien descubre el castillo de Bestia, en lugar de su padre, como en el original. Pero éste y otros importantes cambios no supusieron lastre alguno.
Alguien puede echarme en cara algo evidente en estos dos últimos casos. La novela de Thomas Harris fue muy leída, y el cuento de La Bella y la Bestia ha sido siempre una referencia de la literatura fantástica europea, pero su trascendencia es incomparable con otras obras que también han sido adaptadas con desigual fidelidad. No surgía aquí, a priori, conflicto alguno con esas hordas de fanáticos del material original, que sí vigilan con cautela las películas que adaptan a sus personajes favoritos, en especial los que viven sus aventuras en las viñetas…
Las adaptaciones que alteran sustancialmente el espíritu de la obra en la que se basan han de ser especialmente generosas a la hora de conceder otros réditos al espectador, sobre todo si éste tiene en su casa varias estanterías ocupadas con centenares de cómics convenientemente guardaditos y protegidos con esas bolsitas plásticas. Son despectivamente tachados de freaks, de tipos raros que, sin embargo, son capaces de movilizar a las masas en contra de un determinado director o de una decisión de cásting que consideran inadecuada. Muchas han sido las producciones que han obviado los aspectos básicos de los cómics en los que se basan, pero yo siempre tengo presente un caso especialmente llamativo y rompedor, que, sin embargo, logró ganarse el respeto y la audiencia de muchísimos espectadores…
Efectivamente, el Batman televisivo de Adam West, el de las onomatopeyas y el bat-repelente para tiburones, fue una propuesta tan exageradamente apartada del material que adaptaba, como generadora de elogios y entrañables recuerdos llenos de nostalgia. Esa serie de televisión es, quizás, el más claro ejemplo de que son necesarias muchas virtudes para que un giro radical de semejante calibre se gane el respeto y la bendición de todos aquellos que, a priori, no comulgarían con tales cambios. Pero terminaron por hacerlo porque esa nueva versión tan apartada de la original logró entidad propia gracias al talento de sus creadores, quienes fueron capaces de saltarse la esencia del material original, compensándolo con divertidos guiones, un cásting acertado, y, no lo olvidemos, la mayor tolerancia de la época con este tipo de apuestas arriesgadas. Porque supongo que nadie discrepará de la idea que yo al menos tengo de que este Batman televisivo de los 60 no pasaría en la actualidad de un episodio piloto, lo cual hubiese sido un éxito, porque también es muy posible que un proyecto así nunca se empezase a rodar. Me imagino hoy en día los foros de internet echando humo si los fans del personaje hubiesen visto un piloto con un Batman barrigudo, colorido y en clave de comedia, tan absolutamente alejado del personaje oscuro que cómics y cine han reflejado.
Pero era otra época, y en Fox Television apostaron por un producto que permanece en el recuerdo de quienes, como yo, fan absoluto del personaje desde que disfruté en el cine la estupenda película de Tim Burton, se sentaba a merendar cada tarde de los 80 mientras disfrutaba con ese Batman tan alejado de aquél que me había cautivado. La serie se estrenó en los Estados Unidos el 12 de enero de 1966, y se ha convertido en una serie de culto que no podemos disfrutar en formato casero, por la batalla legal que mantienen Fox y Warner acerca de la propiedad de sus derechos. Pero las continuas reposiciones en canales digitales y autonómicos permiten recuperar esta divertida visión de los personajes de Bob Kane y Bill Finger, que contó con unos impagables Adam West y Burt Ward como Batman y Robin, y con intérpretes como Cesar Romero, Burgess Meredith, Frank Gorshin, Vincent Price, James Brolin o Bruce Lee en el reparto.
Es indudable que los superhéroes han sido siempre el caballo de batalla entre majors y asiduos a la Comic-Con de San Diego (la convención de cómics más importante del mundo). Y es que el noveno arte es capaz de movilizar a sus fieles con mayor virulencia que otro medio, incluída la literatura. Los grandes estudios se enfrentan con cada adaptación a un reto complicadísimo, en el que han de lidiar con las amenazas de boicot de los fans (Internet es la clave, y los ejecutivos de Hollywood sabe cómo se las gastan en la red…) y los deseos de rentabilidad. Un ejemplo, en mi opinión, de fidelidad equivocada desde los dos puntos de vista fue la que Bryan Singer mostró en su película Superman Returns, en la que recuperó para la pantalla grande al personaje que Richard Donner había adaptado en 1978 con un impresionante éxito de crítica y público. Singer buscó la continuidad con la película de Donner, que había recibido las bendiciones de todos los fans del cómic, y acertó al obviar las nefastas tercera y cuarta películas, que habían herido de muerte al personaje en el cine. Pero la necesidad de empalmar la historia de la película de Singer con la de Donner lastró enormemente el resultado final, que terminó pareciendo un remake de la anterior. En este caso se buscó fidelidad no ya al material original, sino a la versión cinematográfica que trascendió en 1978, cuando, en mi opinión, hubiese sido preferible un reseteo buscando esa connivencia con los fans más acérrimos.
Pero, sin embargo, unos años antes, el propio Singer había dado en la diana con su adaptación de los X-Men, los mutantes de Marvel que tuvieron dos extraordinarias películas con las que el director y sus guionistas fueron capaces de contentar a todos. Y es que nadie se imagina a los X-Men vistiendo en el cine aquellos llamativos trajes amarillos que tanto lucieron en las viñetas…
Se modificó ése y algún otro aspecto poco conveniente, y se rodaron dos obras geniales, en especial la segunda, en la que se adaptó la estupenda novela gráfica Dios Ama, El Hombre Mata. Fidelidad ajustada, fidelidad adecuada.
Ha habido casos de fidelidad extrema, que terminó por ser beneficiosa para la película. Frank Miller sólo cedió los derechos de su cómic Sin City cuando Robert Rodriguez juró y perjuró que sería absolutamente fiel. El resultado fue magnífico, aunque uno no deja de preguntarse cómo diablos el propio Miller fue capaz de contradecirse tanto cuando adaptó The Spirit, el cómic de Will Eisner que sufrió una vomitiva adaptación que poco o nada se inspiraba en el original.
Y llegamos a santo grial de los cómics, la novela gráfica más aclamada de la historia, cuya adaptación se hizo tanto de rogar que muchos creímos que no la veríamos nunca. Watchmen era la eterna asignatura pendiente en Hollywood hasta que el intrépido Zack Snyder (quien en 2006 había seguido la fórmula exitosa de Robert Rodriguez con Sin City, adaptando fielmente el cómic 300, de Miller) se atrevió a adaptarla. El resultado fue, en mi opinión, soberbio, y satisfizo a los fanáticos de la obra original, que reconocieron el esfuerzo de Snyder por ser fiel a la creación de un Alan Moore que, como siempre, renegó de la película. Con todo, Watchmen no obtuvo una recaudación destacada, ya que los 185 millones de dólares que la cinta hizo en todo el mundo se antojaron insuficientes teniendo en cuenta la magnitud del proyecto. Quien esto escribe considera que era imposible adaptar mejor la obra de Moore, aunque también creo que esa fidelidad supondría hacer una discreta taquilla, como así ocurrió. Fidelidad que implicó pagar un precio.
Con el estreno de Sherlock Holmes ha ocurrido algo semejante a lo que vivimos no hace mucho con la llegada de Daniel Craig a la franquicia de James Bond. Como en el caso del famoso detective, Bond es un personaje que ha trascendido por las películas, que han tenido mucho más calado que las historias narradas por Ian Fleming en las páginas de sus novelas. El Bond que pudimos ver en las películas era tan radicalmente distinto al que interpretó Craig que enervó a los fanáticos de la saga, quienes mostraron su disconformidad desde el mismo momento en el que se anunció la contratación del rudo actor. Pero en este caso las protestas no tuvieron repercusión alguna en taquilla, o, si la tuvieron, fueron en sentido contrario. Casino Royale y Quantum of Solace , las dos películas que hasta el momento ha protagonizado Craig como James Bond, se situaron como las dos más taquilleras en la historia de la saga. En mi opinión, la primera sí cumplía a la perfección como película de acción, aunque yo sea incapaz de reconocer a ese héroe como el famoso agente secreto. La segunda era ya mucho peor, y a la infidelidad manifiesta se unía un lamentable guión y un nefasto ritmo narrativo. Pero dieron dinero. Infidelidad arriesgada, pero rentable.
Con el Sherlock Holmes de Guy Ricthie ha ocurrido algo parecido, aunque en este caso hay que reconocer que la película puede pecar de fidelidad e infidelidad al mismo tiempo. Los responsables de esta nueva versión se han apresurado a defenderse sosteniendo que quienes no reconozcan en la película a Holmes es porque no conocen la obra de Conan Doyle. Afirman que el detective que ellos han mostrado en la película cumple exactamente con la descripción que el escritor da en sus libros: experto en artes marciales, contrastado músico y aficionado a todo tipo de sustancias estupefacientes…Asimismo, mantienen que Watson es también fielmente encarnado por Jude Law, como un joven ex-combatiente que participaba directamente en las hazañas de su colega. Pero claro, si se cumplen estas premisas, se incumplen todas aquellas que el cine ha instaurado en las incontables adaptaciones del personaje: alguien pausado, con su famoso atuendo que incluye el mítico gorrito, y que solía pronunciar aquello de “elemental, querido Watson…”, frase que nunca pronunciaba en las novelas y que se debe a una adaptación teatral.
Yo, que mucho antes que lector empedernido soy cinéfilo compulsivo, me veo incapaz de contemplar el Sherlock Holmes de Guy Ritchie como ese meticuloso personaje que disfruté en las películas, sobre todo en las que protagonizaron, a modo de estupendo serial, Basil Rathbone y Nigel Bruce, o en la maravillosa adaptación que la Hammer hizo de El Perro de los Baskerville, e incluso en la versión Disney en la que un astuto roedor atendía al nombre de Basil… Y creo que, además de mi ignorancia respecto a las características de Holmes en los libros, se añade la inequívoca huella de Joel Silver, ese productor que en los 80 y 90 triunfó con Armas Letales, Junglas de Cristal y Matrix, o sea, espectáculos pirotécnicos de primer nivel, de las que esta nueva versión del detective del 221 de Baker Street ha copiado las explosiones, las espectaculares escenas de acción y las peleas. Lo pasé bien viendo este Holmes, aunque me cueste reconocer al personaje. Fidelidad e infidelidad a partes iguales.
Y hasta aquí este brevísimo repaso por alguna de las adaptaciones que más polvareda han levantado en los últimos tiempos. Supongo que, como en tantos otros aspectos de la vida, en la mesura y el equilibrio reside el éxito, ése que con tanto afán buscan en la Meca del Cine y que a veces irrita a quienes han contribuído a la fama y perdurabilidad de un personaje: esos lectores de libros y cómics que han soñado con ver en el cine a sus héroes favoritos con la solvencia que consideran justa. Difícil tarea.