No es una película dirigida por Miyazaki, pero es Miyazaki casi al cien por cien en sus temas y planteamientos. La dirige uno de los animadores más destacados del estudio Ghibli, Hiromasa Yonebayashi, que además ha sido el creador más joven de la empresa en hacerse cargo de este tipo de responsabilidad, eso sí, con Miyazaki ejerciendo como planificador de desarrollo y supervisando la producción.
Todo retorno de las producciones de animación del estudio Ghibli, esto es, del maestro del asunto Hayao Miyazaki, es celebrado por los aficionados a la imaginación en una forma de expresión audiovisual, los dibujos animados, que visto lo visto últimamente en algunas producciones recientes procedentes de Estados Unidos, está desesperadamente necesitado de propuestas más amplias, maduras, arriesgadas incluso insolentes. Los animalitos sonrientes y parlantes del cine estadounidense y los objetos inanimados que se animan y humanizan para contar siempre la misma fábula de superación y éxito y de paso hacen propaganda de valores políticamente correctos, llegado el caso siendo incluso aparentemente políticamente incorrectos, empiezan a ser algo repetitivos. Frente a esto, producciones como la que nos ocupa en esta crítica o comentario, como ustedes prefieran, siempre son una ventana abierta al goce de lo imprevisible, porque uno nunca sabe realmente qué combinación de personajes, circunstancias o situaciones va a esgrimir Miyazaki, o como en este caso uno de sus colaboradores, para sacar adelante la fábula.
En Arrietty se parte de la adaptación de la obra Los incursores, de Mary Norton, una serie de novelas de los años cincuenta que es fácil confundir con otro ciclo de novelas posterior, The Little, escritas por John Peterson y que fueron adaptadas en la serie de dibujos animados de televisión norteamericana Los diminutos. Sin entrar en polémicas sobre copia, plagios, cuál es mejor y cuál es peor, en lo referido a la fuente literaria de estas dos series, lo cierto es que es evidente que a los planteamientos del estudio Ghibli y el propio Hayo Miyazaki les cuadraba mejor la poética seriedad de las novelas de Norton, frente a la versión más festiva e infantil de Peterson sobre ese mismo asunto. Tanto es así, que inevitablemente cuando estaba viendo Arrietty y el mundo de los diminutos, no he podido evitar recordar algunos momentos de un clásico del cine de ciencia ficción de los años cincuenta, El increíble hombre menguante, basado en una novela de Richard Matheson. La novela de Norton aporta además una serie de temas que han facilitado que Miyazaki y Yonebayashi puedan, por decirlo así, arrimar el ascua a su sardina, esto es, a las preocupaciones o señas de identidad como autor del primero, estableciendo distintos puntos de contacto que se repiten con las constantes de películas como Mi vecino Totoro, La princesa Mononoke o El viaje de Chihiro, entre otras. De manera que no cabe aquí ir de listo y considerar inferior a esta producción simplemente porque tiene otro director que no es Miyazaki cuando claramente respira Miyazaki por todas partes, y aun respetando la autoría de su director, como es lógico, mantiene en un 80 por ciento toda la personalidad de las producciones del director de Kiki la pequeña bruja o El castillo ambulante…excepto la característica más molesta (a veces, no siempre) de las mismas: un exceso de duración y una densidad que puede llegar a hacerse algo pesada. No es el caso en Arrietty, porque ajusta mucho mejor su tiempo y su ritmo, a la vez que resulta mucho más sencilla y quizá por ello sea, entre las producciones que bien como director, bien como productor, llevan el sello de Miyazaki, la más adaptable a todo tipo de públicos, incluyendo el infantil, que muchas veces, como consecuencia de esa larga duración y esa densidad de la que hablaba en las películas dirigidas por Miyazaki, se ven exiliados como público de referencia de las mismas, al menos en lo referido a occidente.
Cierto es que el final es algo abrupto, que falta lo que sin duda Miyazaki habría metido en ese tramo final de la historia, todo el viaje de los diminutos en su exilio, si bien creo que de este otro modo, dejándolo en suspenso, abierto a todo tipo de posibilidades, pero siendo coherente al cerrar la historia del chico, que en definitiva es el que comienza la historia ejerciendo como narrador, consigue poner colofón a la fábula de manera elegante y deja que el público participe con su propia imaginación en esa continuación del viaje de los diminutos, que quizá lleguemos a ver en el cine en el futuro, porque tal es la naturaleza abierta del final que resulta imposible no pensar en posibles secuelas de la historia, habida cuenta del potencial que tiene el personaje de Arrietty y su mundo.
Volviendo a todo lo que tiene esa producción de conexiones con el cine de Miyazaki, vuelve a ser una historia de iniciación con niños como protagonistas, una doble iniciación, la del narrador y la de la propia Arrietty. Vuelve también el tema del campo repleto de descubrimientos frente a la ciudad, algo que ya vimos en Mi vecino Totoro o El viaje de Chihiro, y la utilización del mundo y los objetos cotidianos como elementos que forman parte de las maravillas de la imaginación y adquieren un nuevo sentido, aspecto o personalidad, en esta ocasión facilitada por su contemplación desde otra escala, vistos a través de los ojos de los diminutos. Lo realmente atractivo del cine de Miyazaki y Ghibli es su facilidad para llevarnos al mundo fantástico desde lo cotidiano, y en ese sentido, es interesante cómo en esta película se va desvelando el mundo de los diminutos en sus facetas más próximas a las nuestras, habitaciones, cocina, armarios, etcétera. Lo cotidiano, lo cercano aplicado a la fantasía, es la verdadera magia del cine de Ghibli, y un buen ejemplo de ello es esa mirada de Arrietty a la cocina de los seres humanos “gigantes”, que se convierte en un paisaje de aventuras inquietante repleto de abismos y propicio a todo tipo de aventuras.
Encontramos también otra característica esencial, el protagonismo femenino, tan importante en el cine de Miyazaki, cuyas féminas suelen ser las que conducen la historia, ya sea en el papel de heroínas o de villanas, y en ese sentido, llama también la atención lo mucho que tiene la criada empeñada en capturar a los diminutos con otros personajes de la galería de Ghibli, como la bruja de El viaje de Chihiro, o la de El castillo ambulante, personajes marcados por la ambigüedad que escapan a todo tipo de catalogación y precisamente por ello, en su papel como villanas (primer caso) o heroínas (el segundo) consiguen ser mucho más originales e interesantes que los estereotipos al uso en las fábulas infantiles de animación del cine occidental. La criada de Arrietty y el mundo de los diminutos no es mala, sino simplemente curiosa, algo inconsciente y no muy lista, una combinación letal para sus víctimas, como estamos comprobando a la vista de la que pueden llegar a armar algunos políticos especuladores y algunos responsables financieros de nuestra ajetreada actualidad.
Otro personaje interesante que coincide o resulta familiar con el cine de Miyazaki es esa especie de variante de Tarzán que aparece de repente en el relato para hacerlo respirar y abrir un fleco de posibilidades inmensas en la imaginación del espectador, dejando todo un mundo nuevo por explorar en el relato. Similar en su aspecto a la protagonista asilvestrada de La princesa Mononoke, introduce también el inevitable toque ecologista, que por repetido empieza a ser algo cargante en el cine de Ghibli, todo hay que decirlo, aunque si lo contemplamos teniendo en cuenta el sentido que tiene el ecologismo en Japón, especialmente en los últimos tiempos, tan distinto del que tiene en Occidente (aunque según escribo esto permanezco atento al accidente nuclear que se acaba de producir en Francia, a la vuelta de la esquina, como quien dice), resulta mucho menos artificioso y más comprensible. La vinculación con la naturaleza en la cultura japonesa no es la misma que tenemos en occidente.
Dicho todo lo anterior, mi conclusión es que es una cita obligada para los aficionados al cine de Miyazaki, un buen encuentro con el cine de animación en general, y una fábula con mucha posibilidades de imaginación para el espectador.
Miguel Juan Payán
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