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sábado, abril 27, 2024
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AVATAR: James Cameron nos devuelve la magia del cine

Crítica de la película Avatar

“A veces la vida depende de una decisión descabellada”.

Esta frase marca el arranque del viaje del héroe que es Avatar pero se le podría aplicar también al propio director de la película, James Cameron, y no sólo en esta ocasión sino en general en toda su filmografía. Las decisiones descabelladas y el riesgo han acompañado la carrera de este cineasta al que ahora más que nunca se puede calificar como visionario.

CARTEL

Es fácil suponer que Avatar va a estar entre las películas más vistas de este año, que será la campeona de taquilla de la temporada navideña y que seguiremos hablando de ella durante años por el alcance que tiene su propuesta visual y los cambios que va a imponer en la manera de entender no sólo la aplicación al cine del 3D, sino la forma de contar historias en pantalla grande. Con ella el cine recupera plenamente su capacidad para proporcionar al espectador algo que es imposible ver con las mismas cualidades en otro soporte que no sea la pantalla más grande que uno pueda conseguir en el cine más moderno y gigantesco que uno pueda encontrar.

Avatar es una de esas películas que puede verse en DVD o en pantallas más pequeñas, incluso en 2D (de hecho va a distribuirse también así en muchos cines españoles), pero para verla en toda su fastuosa brillantez visual y con despliegue total de sus logros hay que verla en pantalla grande y en 3D.

Una sola escena puede explicar mejor por qué digo esto. Pueden verla en las featurettes que hemos colgado en esta misma página web. Se trata del momento en el cual el protagonista, Jake Sully (Sam Worthington), sale del sueño criogénico en el interior de una gigantesca nave espacial. Cuando ese momento se desplegó en la pantalla con todo su esplendor tridimensional recuperé automáticamente la mezcla de estupor y placer que me asaltó al ver las aguas del Mar Rojo abriéndose ante Moisés en Los diez mandamientos, la carrera de cuadrigas en Ben-Hur, el destructor imperial persiguiendo a la nave rebelde en el comienzo de La guerra de las galaxias: episodio IV,  a Robert De Niro hablando con el espejo en Taxi Driver o golpeando la pared de su celda en Toro salvaje, las letras del título reuniéndose en la pantalla hasta formar la palabra Alien, a Roy Batty hablando de todos esos momentos que se perderán como lágrimas en la lluvia en Blade Runner o a los integrantes del Grupo salvaje de Sam Peckimpah caminando hacia su cita con la muerte.

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Cameron consigue con ese único plano ganarnos totalmente para el resto de su película. A partir de ese momento compramos el billete completo para viajar a Pandora. Es uno de esos momentos clave que lo cambian todo desde un planteamiento en esencia muy sencillo y primordialmente visual, como debe ser el buen cine que conoce su verdadero potencial evocador basado esencialmente en las imágenes.

En mi opinión ese momento vale tanto como la elipsis más larga de la historia del cine con la que Stanley Kubrick nos invitó a otro viaje espacial a finales de los años 60, cambiando también radicalmente y para siempre  la ciencia ficción cinematográfica. Recuerden: el simio, el hueso, el golpe de brazo que lanza el hueso al espacio, el hueso que gira y finalmente acaba convertido en una nave espacial en órbita…

Aquello era 2001: una odisea del espacio, película con la que los primeros quince minutos de Avatar tienen mucho en común, tanto como discrepancias separan a los dos filmes posteriormente, porque los caminos elegidos por sus realizadores son radicalmente distintos aunque compartan el mismo objetivo.

Kubrick y Cameron aspiran a lo mismo: someter al espectador a una experiencia cinematográfica única e irrepetible. Tarea de grandes maestros que los dos pueden permitirse porque poseen un talento único como narradores y titiriteros del audiovisual, manipuladores astutos de las emociones del público tirando de toda la panoplia disponible del medio cinematográfico y de algunas otras herramientas y recursos más que ellos mismos crean para acercarnos a la magia y hacer posible lo imposible.

Pero aquí acaban sus coincidencias, porque mientras Kubrick nos invita a participar en un juego de sensaciones y reflexión, Cameron se decanta principalmente por convidarnos a un festival visual en el que priman sobre todo las sensaciones. Sus mimbres argumentales son muy sencillos, primarios e incluso me atrevería a decir que inesperadamente ingenuos para los tiempos que vivimos. La única pega que se me ocurre ponerle a la película es  precisamente esa ingenuidad argumental, que la lleva a convertirse en una especie de panfleto de la nueva era. Pero ante su derroche de imaginación reconozco que no me importa en absoluto esta debilidad, más bien al contrario, especialmente recordando el pastiche de material reciclado que era el mítico Episodio IV de La guerra de las galaxias, a pesar de lo cual todos disfrutamos entonces y ahora de ella.

La película de Lucas no era precisamente Sartre, como tampoco lo es Avatar, pero afortunadamente ni una ni otra lo necesitan porque están concebidas para ser sobre todo un vigoroso entretenimiento esencialmente visceral, el cine concebido como espectáculo en su máxima expresión, e incluso me atrevería a decir que sacan ventaja de ello eliminando distracciones para el espectador de todo aquello que no sea vivir la trepidante experiencia de compartir la peripecia heroica de sus personajes.

Es cierto que por este camino Avatar acaba estando más cerca de Star Wars que de 2001 a medida que progresa su trama, y que cuando aborda el tema del hombre civilizado entre los nativos no tira por la senda más madura de Las aventuras de Jeremías Johnson o Un hombre llamado caballo, sino más bien por la de Bailando con lobos y Pocahontas, pero nada de ello obra en su contra. Que Cameron haya elegido situarse sólo momentáneamente más cerca de Disney que de las paranoias de Phillip K. Dick responde por otra parte seguramente a que la importante envergadura del empeño acometido obligaba a dirigir la flecha tomando como blanco a todo tipo de público, buscando grandes audiencias, antes que a permitirse bucear en los pozos más oscuros del alma humana.

No obstante hay que decir que la fantasía de ecología, tolerancia y buen rollo trazada por Cameron tiene algunos toques y momentos ciertamente pesadillescos que la redimen de sus alardes coloristas estilo nueva era (el ataque de los perros salvajes,  el asalto contra el Árbol Madre, la pelea a cuchillo…).

Particularmente intensa y siniestra es la propia peripecia de su protagonista: un marine atado a una silla de ruedas que encuentra una nueva naturaleza en el cuerpo de un avatar creado a imagen y semejanza de una raza extraterrestre, convirtiéndose automáticamente en un individuo repudiado tanto por su propia raza como por los habitantes del planeta Pandora. El reto al que es enfrenta Jake Sully desde el primer momento del relato es el de los renegados que no encuentran un lugar en el mundo que les ha tocado vivir y constituye uno de los grandes aportes argumentales de la película. Igualmente notable es esa doble vida a la que da pie lo anterior, de amplias resonancias e interpretaciones desde el punto de vista de la psicología y capaz de dar pie a interesantes reflexiones sobre la naturaleza de nuestra especie, sobre el lastre de nuestro subconsciente que todos arrastramos, porque en definitiva Jake vive su existencia como avatar de la misma moda en que nosotros vivimos nuestros sueños y pesadillas.

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Por otro lado ese tema del desdoblamiento engancha directamente con nuestra existencia actual dividida entre la red de redes y la vida real, por no hablar del desdoblamiento generalizado entre los internautas en chats, foros y videojuegos varios. Desde ese punto de vista, la odisea de Jake es tremendamente actual e hija natural de nuestros días.

Por otra parte, Cameron da muestras de gran flexibilidad para darle a los productores lo que quieren sin renegar un ápice de sus propias inquietudes como autor, como demuestra que el acercamiento a las fantasías estilo Disney sea tan breve que definitiva quizá se trate sólo de un espejismo. Cameron no tarda en hacer que el paisaje fantástico de Avatar se libere del estigma de Pocahontas para abrazar más oscuras e inquietantes premisas estéticas y narrativas que le acercan más al manga y al anime (no es casualidad que en sus proyectos futuros esté una versión de Alita, ángel de combate, el manga de Yukito Kishiro). El enfrentamiento entre los nativos ecologistas de Pandora y los humanos respaldados por una tecnología tan destructiva como la de las más temibles pesadillas sobre robots elaboradas en Japón va por ese camino. Esto se complementa y alcanza su máxima expresión en el enfrentamiento entre el avatar y el hombre robotizado merced a la armadura gigante que tanto nos recuerda la que utilizara Ripley en Aliens el regreso, como los helicópteros de esta película nos llevan a pensar en los deslizadores que empleaban las máquinas rebeldes de Terminator y Terminator 2. El militar dentro de la armadura encuentra la máxima expresión de su verdadera naturaleza en esa segunda piel de robot gigantesco y destructor de la misma manera que el discapacitado marine de reconocimiento encuentra su verdadera naturaleza en el avatar de piel azul. El enfrentamiento entre ambos, cuchillo en mano, es uno de los momentos clave de la película, el duelo entre las dos formas de mirar al planeta Pandora que conviven entre los personajes humanos de la misma, y demuestra que por debajo de la obviedad del buen rollito ecologista que podamos advertir en su superficie, Avatar tiene mucho más que contarnos y crecerá con cada nuevo visionado.

A ello contribuyen también otros factores, como la ágil y desinhibida mezcla de géneros que aborda Cameron, quien se niega a encerrar su película en el universo y las fórmulas de la ciencia ficción y –en esto es también próximo a George Lucas- busca la creación de un híbrido capaz de contener alusiones a distintos géneros. Encontramos así elementos del cine de aventuras, acumulando referencias que van desde Tarzán hasta Parque jurásico. Es también en parte un western, género al que alude por primera vez el plano de detalle de la pistola del coronel y que acompaña a la frase: “Ya no estáis en Kansas…”. Cameron bucea durante casi toda la película en el cine del oeste incorporando elementos de El último mohicano y cualquier otra historia de indios y caballería que nos pueda venir a la memoria, si bien no tardamos en advertir que los “indios” de Cameron están a medio camino entre los semínolas y los apaches del lejano oeste y las tribus del continente africano, concretamente las del Congo devastado por los belgas del rey Leopoldo II, que sirvió como inspiración a El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y desde allí a Apocalypse Now de Francis Coppola. Ello nos lleva a unas gotas finales de cine bélico, con algunos planos del ataque aéreo que se hacen eco del momento cabalgata de las valkirias de la película de Coppola, completando este híbrido en cuyas previsibles secuelas quizá Cameron se atreva a acercar más a Jake Sully a lo que fuera el coronel Kurtz interpretado por Marlon Brando en Apocalypse Now.

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Por último encontramos lo que definitivamente distingue a Cameron de Lucas: el trabajo con los actores. Cameron sí sabe sacar el máximo partido a su reparto, y lo que es aún más importante, suele acertar al elegirlos (algo que no siempre se puede decir del padre de Star Wars). Cada pieza interpretativa de Avatar está tan ajustada como lo estaba la tripulación de marines coloniales de Aliens el regreso, destacando entre todos ellos una Sigourney Weaver pletórica que con su papel como la doctora Grace Augustine (ojo al guiño de Cameron a Ripley y la saga de Alien: Grace prácticamente salta de la vaina en la que ha dormido el sueño criogénico y pide un cigarrillo a voces…) nos obliga a preguntarnos por qué no vemos con mayor frecuencia a esta mujer delante de las cámaras.

Miguel Juan Payán

Miguel Juan Payán
Profesor de Historia del cine, Géneros cinematográficos y Literatura dramática

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