Buena película. Tom Cruise se reivindica como actor con este trabajo.
Confieso que lo primero que me vino a la cabeza cuando salí de ver Barry Seal: el traficante fue que, salvando todas las distancias de diferencia de planteamiento y estilo que es necesario hacer notar entre ambas películas, Tom Cruise había incorporado a su filmografía su propia variante de El lobo de Wall Street de Di Caprio con Scorsese, mezclada con elementos de La gran estafa americana y acercándose mucho en algunos momentos a Infiltrado, protagonizada por Bryan Cranston. Este podría ser el mapa de los extremos entre los que se mueve la adaptación el cine de un personaje y un puñado de sucesos reales que se remontan a la última etapa de la presidencia del Carter y la primera de la presidencia de Ronald Reagan, que le permite a Doug Liman poner en pantalla la que en mi opinión es su mejor película hasta el momento.
En su pasado como realizador a través de películas como Señor y Señora Smith y Al filo del mañana Liman ha demostrado especial pericia para narrar acción al mismo tiempo que maneja cierto sentido del humor capaz de distanciarse por la vía de la sátira y el cinismo de los elementos más tópicos de ese tipo de fórmulas y géneros. Los otros elementos que necesitaba para construir Barry Seal: el traficante en la parte de intriga de espionaje y caso real por increíble que parezca los había manejado ya Liman en Caza a la espía.
Pero si he citado en primer lugar El lobo de Wall Street es porque pienso que Barry Seal: el traficante es no sólo un espectáculo de absoluto protagonismo intenso de Cruise como aquella otra lo fuera de Di Caprio, sino porque con su notable ritmo de narración y cuidados montaje que lo acompaña consigue producir al espectador esa misma sensación de trepidación constante que te deja tan exhausto al final de la proyección como si realmente hubieras acompañado al protagonista en todas y cada una de sus peripecias, por extremas y poco probables –si bien que reales- sean estas.
Lo nos propone Barry Seal: el traficante son casi dos horas de puzle apasionante para describirnos la disparatada vida de un piloto norteamericano que trabajó al mismo tiempo para la CIA y para la organización de tráfico de drogas de Pablo Escobar, además de ser reclutado por la administración Reagan para cumplir un oscuro papel. El paseo por las cloacas de la política exterior norteamericana en los años setenta y ochenta se completa con la contribución breve pero contundente del curioso compañero de viaje que tiene el protagonista en tan arriesgado periplo, el agente de la CIA Monty Schafer interpretado por Domhnall Gleeson, que es posiblemente una de las mejores definiciones del espía-funcionario real en el entramado geopolítico que con su oportunismo y falta de visión de conjunto nos ha llevado al laberinto infernal de dislocación de las relaciones internacionales, cárteles de la droga y terrorismo que hoy vivimos. Porque además la película es un buen dibujo de los cimientos sobre los que se asientan muchos de los problemas de política internacional que estamos viviendo en nuestros días.
Detalle a tener en cuenta: Liman maneja con habilidad el equilibrio entre el aspecto más superficial y trepidante de su historia pero la dota al mismo tiempo de una sobriedad que está en su mirada sarcástica a la disparatada peripecia “política” que vive su personaje, dando lugar a un discurso que narrativamente me ha recordado en cierto modo el tono de las novelas de George MacDonald Fraser sobre el capitán Harry Flashman, cambiando el imperio británico de la era victoriana por el imperio norteamericano que empieza a entrar en decadencia con la presidencia de Jimmy Carter. En definitiva, el protagonista y el agente que lo recluta para la CIA no son otra cosa que ese tipo de esos pícaros que proliferan en las etapas de decadencia de los grandes imperios, cazando al vuelo las oportunidades que se dan en el comienzo del caos que anuncia el ocaso de un sistema.
Miguel Juan Payán
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