El cine de Neil Marshall es uno de los más eficaces que se puede disfrutar hoy en día y Centurión es una buena muestra de ello. El director de películas como Dog Soldiers, ejemplar recuperación del tema de la licantropía que tiene muchos puntos de contacto con la película que aquí comentamos, The Descent o Doomsday, el día del juicio final, ha demostrado en todas esas ocasiones que existe un punto medio entre la superproducción trufada de millones de dólares y secuencias espectaculares y el cine de serie B falto de recursos. Sus películas habitan ese punto medio, esa tierra de nadie, y se mueven como auténticos supervivientes, dignos émulos del tipo de personajes con los que le gusta tratar al realizador.
¿Es arriesgado otorgarle a Marshall la categoría de autor? En absoluto. Me atrevo a sostener aquí que sus películas son cine de autor. Faltaría más. ¿Es que por decantarse hacia los géneros de fantasía, terror y aventuras y perseguir el sano objetivo de entretener al espectador íbamos a negarles a las películas la continuidad de temas y preocupaciones de que hacen gala? ¿Es que la categoría de “cine de autor” sólo es apta para realizadores decantados hacia el intimismo y las exploraciones de corte filosófico-social o directamente intimista? Pues bien, incluso bajo esas consideraciones, el cine de Marshall entraría también en esa catalogación a la vista de las situaciones y el arco de desarrollo a que somete a sus personajes.
Partiendo de Centurión y mirando hacia atrás en su filmografía, podemos encontrar constantes tan claras como por ejemplo un mismo tratamiento de los personajes femeninos que se aleja de los tópicos del cine de terror, acción y aventuras, otorgándole a las féminas un papel más completo y complejo, como en este caso incluso llegando a convertirlas en el antagonista principal del relato. El cine de Marshall presenta mujeres autosuficientes e independientes, pero no por ello menos humanas ni menos sometidas a un pasado y una psicología ciertamente en conflicto que las hace más interesantes como personajes que los meros reclamos erótico-festivos que solemos encontrarnos en este tipo de producciones atendiendo al reclamo eminentemente machistas con su puntito de fantasía adolescente que es el lema: “chicas macizas con armas”. En las mujeres de Marshall hay más que eso.
Otra constante es la obsesión por la supervivencia. Entiendo que no puede competir con la angustias privadas del personal maltratado por la vida cotidiana que exhiben la mayor parte de las películas consideradas como “cine de autor” por algunos de mis colegas, pero, qué quieren que les diga, yo me lo paso mucho mejor con las fábulas de supervivencia que organiza este director recibiendo la inspiración de numerosos títulos que he citado en mi artículo sobre la película para el número de agosto de la revista Acción y prefiero no repetir aquí para no alargar en demasía este texto, pero así en general me refiero a grandes clásicos del cine de perseguidores y perseguidos como Yuma, La presa desnuda o Defensa, aunque para ser sincero la película que más me recuerda Centurión es La presa (Southern Comfort), una pequeña joya dirigida por Walter Hill en 1981.
Otra característica que me lleva a apostar por la “autoría” de Marshall es su reticencia a definir a sus personajes según las más esquemáticas y maniqueas clasificaciones en héroes y villanos, algo que en el caso de Centurión es aún más claro, pues tanto los pictos perseguidores como los legionarios romanos que intentan sobrevivir a la persecución consiguen ganarse cierta simpatía del espectador, o dicho de otro modo, cuentan con sobradas justificaciones, en el marco del relato y la época en la que se desarrolla, para actuar como actúan, lo que les otorga mayor credibilidad.
A ello hay que añadir la mezcla de géneros. Marshall es algo así como un malabarista que mantiene en el aire características de varios géneros a la vez en cada una de sus historias. Concretamente en el caso de Centurión estamos tanto ante un western con indios como ante una de romanos, con algunos momentos propios del terror y la intriga presidiéndolo todo. En ese sentido, es una buena ilustración cinematográfica de las claves de una de las mejores historias protagonizadas por Conan el bárbaro, que dio lugar también a uno de los mejores cómics dedicados por la editorial Marvel a las aventuras de este personaje creado por Robert E. Howard: Más allá del río negro.
Finalmente, Marshall ha ceñido casi todas sus películas a unas claves de paisajes naturales de gran protagonismo en sus historias, donde el entorno marca no sólo el relato sin el arco de desarrollo de los propios personajes, algo que en Centurión se acentúa particularmente. En relación con esto, llama la atención el poderoso protagonismo que tiene en su filmografía la Muralla de Adriano, que forma además parte del pasado del propio director, criado y crecido a uno u otro extremo de la misma.
Cierto es que la calificación de Marshall como “autor” tiene en contra no reunir la condición de “películas invisibles” que parece entusiasmar a algunos críticos empeñados en otorgar sus favores y los correspondientes certificados de “cine de autor” a todo aquello que no llega a verse, o en todo caso se ve poco, en las pantallas comerciales. Las películas de Nolan no pasan desapercibidas y suelen dejar una huella en la cartelera entre los aficionados más espabilados que saben apreciar la calidad cuando la ven, incluso en el marco del siempre denostado cine “de género”, tan denostado a veces por la caverna más radical e intelectualoide de algunos críticos.
Pero con todo y con eso, insisto, el cine de Marshall es a mi modo de ver “cine de autor”, eso sí, dentro del marco amplio de los géneros que le entusiasman y ha contribuido a completar y hacer evolucionar con sus películas, que destacan por sacar lo mejor del cine de serie B otorgándole inquietudes
Y, en todo caso, con o sin etiqueta de “autoría” es uno de los realizadores que hacen el cine de aventuras más sugerente y entretenido que se puede ver hoy en la cartelera.
Eso sí, reconozco que en Centurión el final le ha salido un poco acomodaticio y conciliador, negando el resto del relato. Es abierto, pero demasiado cándido y un puntito previsible.
Miguel Juan Payán