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Crítica El hijo
Impactante retrato de un drama familiar, marcado por la profunda depresión de un adolescente, que firman Florian Zeller y Christopher Hampton.
Resulta desolador que, pese a los avances tecnológicos y a la supuesta mejora de las condiciones de vida, el siglo XXI se haya convertido en un tiempo de profundas zozobras mentales, con personas que se sienten incapaces de seguir adelante, frente a una sociedad cada vez menos interesada en prestar ayuda a los que se quedan detrás. Florian Zeller y Christopher Hampton ya se acercaron en 2020 a una situación semejante, en el film El padre, con un hombre de avanzada edad que debe asumir su progresiva dependencia, al padecer alzhéimer. Y a ahora vuelven a ocuparse de ese universo de amarguras invisibles emulsionadas por los lazos consanguíneos, planeadas en esta ocasión desde el punto de vista de la depresión de un joven que no entiende su propio malestar, en la película titulada El hijo.
La trama de la cinta sigue la estela de Peter (Hugh Jackman): un abogado de empresa exitoso y en la cima de su carrera. El hombre está a punto de entrar en política, pero un asunto familiar cambia sus planes: su hijo adolescente ha caído en los abismos de la enfermedad mental, y todo su mundo amenaza con derrumbarse como si fuera un castillo de naipes. Nicholas (Zen McGrath) ha sido incapaz de soportar el divorcio de sus padres, y no consigue escapar de la asfixia que le provoca su propia existencia. Peter y su exesposa Kate (Laura Dern) están muy preocupados, porque su vástago no puede salir del laberinto emocional que se yergue sobre su cabeza.
Florian Zeller consigue, como en El padre, configurar una obra sincera y plagada de momentos sensibles y dolorosos, en la que se muestra en primer plano el temor de un progenitor, al verse imposibilitado para tender una mano a su otrora pequeño. Zeller y el coguionista Christopher Hampton diseñan la relación a base de saltos en el tiempo, en los que únicamente se exhiben los datos necesarios para comprender el drama al que se enfrentan los personajes. Una fórmula que prescinde de lo superfluo, y cae en un minimalismo voluntariamente desangelado.
Los paseos en barca de cuando Nicholas era niño, el instante en el que Peter le enseña a nadar al chico, los bailes en el salón de casa… Todas las imágenes contribuyen a fortalecer los lazos afectivos de un relato verosímil y de tonos apagados, en el que brillan con especial fulgor las interpretaciones de Hugh Jackman y Laura Dern. Tanto Jackman como Dern ofrecen un extenso catálogo de gestos y de versatilidad dramática, con el que visten la realidad oscura y tenebrosa que se cierne sobre sus respectivos roles.
Sin embargo, y a pesar de que las mejores partes son las de Peter y Kate, el resto del elenco interpretativo también aporta secuencias de interesante calado emocional. Desde el joven Zen McGrath (aunque en algunos momentos le supere el papel de Nicholas) a la estimulante Vanessa Kirby, el plantel de actores al completo ejecuta unas caracterizaciones moldeadas milimétricamente. Incluso la breve colaboración de Anthony Hopkins, como el frío abuelo de Nicholas, merece un especial sitio, en este intenso retrato coral de una familia malograda por la angustia vital. Una sensación, lamentablemente, muy presente en el día a día de las sociedades competitivas en exceso, las cuales suelen cerrar los ojos ante las vulnerabilidades de los que se bajan del triunfalismo reinante y de la competitividad extenuante.
Jesús Martín
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