Crítica El triángulo de la tristeza.
Sugerente travesía marítima propuesta por el cineasta sueco Ruben Östlund, en la que es posible presenciar la lucha eterna entre marxistas convencidos y capitalistas alienados.
El sarcasmo suele ser un arma bastante eficaz, sobre todo para analizar las desigualdades sociales que ha traído consigo el informatizado y global siglo XXI. Por un lado, la pujanza de un capitalismo neoliberal ajeno a la solidaridad y empeñado únicamente en aumentar la fractura económica entre ricos y pobres ha provocado la tímida reacción de los oprimidos, que intentan resistir ante las adversidades a las que les condenan los que detentan una mayor porción del dinero a nivel planetario. Esa eterna batalla por alcanzar un poco de justicia vital y de bienestar comunitario es a la que apela Ruben Östlund en El triángulo de la tristeza, por medio de una galería de personajes voluntariamente sacados de contexto en la mayoría de las escenas, y convenientemente estereotipados para la ocasión.
La acción de la película comienza con Carl (Harris Dickinson): un joven modelo algo confuso emocionalmente. El chico es novio de una influencer llamada Yaya (Charbi Dean), quien únicamente está preocupada por cuantificar la admiración que despierta entre sus numerosos fans. Ambos son invitados a disfrutar de un crucero de lujo, junto a un grupo de millonarios bastante excéntricos. El yate está comandado por un capitán (Woody Harrelson) convencido de su pensamiento marxista. Tras una accidentada cena, la nave naufraga en una isla desierta: un lugar perfecto para demostrar que la diferenciación entre ricos y pobres únicamente responde al grosor de la cuenta corriente y al tamaño del patrimonio, sobre todo cuando los roles clasistas se intercambian.
Con una cierta querencia artística hacia la movie La nave va, de Fedrico Fellini, y hacia la magistral y darwinista novela El señor de las moscas, de William Golding; el responsable de The Square monta un espectáculo perfecto y colorido para desnudar las falacias del capitalismo, y exhibir cada una de sus trampas dialécticas. Sin caer en la provocación directa n eni la denuncia simplista, el cineasta nórdico arranca su análisis crítico a través de un leve paseo por el universo materialista y normalmente vacuo de la moda de alta costura. En ese terreno, El triángulo de la tristeza escenifica la incongruencia de una realidad movida por el dinero y las apariencias; algo que determina la confusión interna del incauto Carl.
Después de presentar la endeblez humana que acompaña a las pasarelas y al circuito publicitario de las revistas y las marcas más exclusivas, la película apuesta más alto; al intentar retratar la enfermedad terminal de una sociedad mediatizada por el capitalismo salvaje. Para concebir este escenario, Östlund utiliza como metáfora un crucero de lujo, creado para dar placer a un grupo de millonarios excéntricos, los cuales son incapaces de ver más allá de sus fortunas y negocios. Una nave donde la tripulación está llamada a acabar con la zafiedad de una clientela abonada al caviar y a las conversaciones intrascendentes.
El director sueco saca partido de las situaciones planteadas a través de la capacidad humorística del guion, surcado por un cúmulo de diálogos encendidos por la llama de la lucha contra las desigualdades sociales. Semejante tono irónico funciona como catalizador, aunque el componente ideológico consigue diluir la identidad de los personajes que inundan el metraje del film. Un defecto que Östlund subsana parcialmente con la parte de la cinta ubicada en la isla desierta, en la que exhibe la verdadera cara de cada uno de los supervivientes, con una limpiadora llamada Abigail realmente estimulante y sumamente elocuente.
Jesús Martín
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