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Crítica Los Asesinos de la luna ★★★★★ (2023)

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Crítica Los Asesinos de la luna dirigida por Martin Scorsese con Leonardo DiCaprio, Robert De Niro, Lily Gladstone, Jesse Plemons

Ni un western, ni un drama racial ni un noir mafioso. A lo último de Scorsese no le falta nada de esto, pero es, esencialmente, la gran novela americana sobre la estupidez seminal de toda una nación.

Como cada vez que un maestro absoluto decide regalarnos una nueva obra, lo primero que surge en la conversación son aquellos asideros reconocibles a los que poder agarrarnos si nos pilla con el paso cambiado. Por esto, cuando se anunció todo lo relacionado con Los asesinos de la luna, corrimos a hipotetizar acerca de su probables nexos de unión con Gangs of New York, al fin y al cabo son dos obras sobre la simiente violenta de los EEUU, y con sus obras maestras sobre la mafia, pues el crimen organizado no le iba a ser ajeno a semejante ristra de cadáveres. Llegó a saltar a la palestra incluso si Scorsese habría abrazado de una vez por todas el género de John Ford, negándose a la posibilidad de dejar este mundo sin haber aportado su visión al horizonte de pistolas y caballos.

Una de las mejores noticia es que a Marty todo eso le importa entre poco y nada comparado con seguir dando gran cine, y que su adaptación de la novela de David Grann no se parece más a ninguna cosa vista con anterioridad que a sus demás trabajos. Tiene muchos elementos del western, pero no termina de ser uno de ellos, como tampoco se embebe en el drama racial, ni rockea alrededor de las sacudidas hiperviolentas de la mafia americana.

Su nueva película es un retrato negrísimo, mucho mas que el petróleo (el cual aquí se presenta en los tonos anaranjados-rojos que otorga su mixtura con la sangre que conlleva). Es una mirada directa a un corazón putrido y oscuro como la noche, el de una nación capaz de pasar de largo sobre un acontecimiento doloroso como el que más, y que habla en las mismas lides en que lo hacía Pozos de ambición (2007) sobre las raíces infestas que dieron lugar a América. La historia del asesinato epidémico de los indios Osage, tras convertirse en las personas mas ricas del país y acoger al hombre blanco con respeto y cariño, es una fábula totémica inabarcable sobre el bien (imperial Lily Gladstone), el mal (no menos imperial Robert De Niro) y, lo más importante de todo, la imbecilidad supina en forma de títere dubitativo hasta con sus propias emociones puras (un Leonardo Di Caprio de Oscar). Es decir, Scorsese ha creado la gran novela americana sobre la estupidez seminal de su propia sociedad. Y es otra obra maestra.

Su extrema duración, 206 minutos que se le pasarán volando a cualquier amante de la elegancia narrativa, supondría un punto negativo para casi cualquiera que no tuviese las dotes genuinas del autor de Taxi Driver. Generalmente, un relato de tal magnitud y plagado de tantos micro-arcos se sentiría irregular y disfuncional al máximo, pero es que aquí cada pasaje es un complemento sorprendentemente indispensable para lo acontecido y lo que está por acontecer. Scorsese no nos muestra una concatenación de crímenes, sino una enfermedad que, desde la exposición de sus propias reglas en la primera conversación entre los protagonistas, poco a poco va extendiendo su letárgica toxicidad hasta contaminarlo absolutamente todo, pero lo mas impresionante de esta podredumbre a la que uno asiste aterrado es como apuñala el corazón del que contempla.

Si en toda su filmografía era el ritmo y el estilo quienes marcaba el compas final (algo que no se ausenta en ninguno de los asesinatos y sus preparativos), en Los asesinos de la luna el epicentro se encuentra en una historia de amor dolorosísima por la cruel traición a la que se ve sometida a través de los hilos titiriteros demiúrgicos del personaje de De Niro y su panda de lobos con piel de cordero servicial (para la posteridad ese plano de la sala llena de cabrones preparados para volver a manipular la mente del palurdo).

Los Asesinos de la luna

La calma sabia que entreteje el suceso se basa en miradas de odio, de compasión, de culpabilidad o de indiferencia, traduciendo lo que podría haberse enmarcado en un categoría comercial clara (especialmente con una investigación tardía del FBI de por medio) en un trabajo de psicología soberbio desmenuzado hasta el alma misma, pero todo esto no sería nada si cada pinchazo de “insulina” en la barriga de la bondad personificada no doliese como la bomba atómica de Oppenheimer. Es esa degradación moral y física de un Di Caprio mandibulo-batiente al estilo de Brando y sumido en las sombras lo que consigue que la tragedia global tenga la contundencia de la personal, precisamente por seguir con rigor y sufrimiento el camino inverso desde este foco matrimonial que lo resume todo (tal y como comprende rápido el personaje de Jesse Plemons).

Al final, la falta de justicia y trascendencia resulta tan grotesca que no hay imágen posible para ponerlo en pantalla, de modo que solo queda ponerse frente al micrófono y, en arriesgadísimo gesto, exponer la gravedad del asunto cara a cara. Está hecho, Scorsese ha desnudado su país y ni si quiera le ofrece un cristo redentor de sus pecados. Son demasiado terribles.

Miguel Ángel Espelosín

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Miguel Ángel Espelosin
Amante del audiovisual cultivado entre las páginas de Acción y coleccionista de físico. Con la mirada siempre puesta en el cine de festivales y autores

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