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Crítica Oppenheimer película dirigida por Christopher Nolan con Cillian Murphy, Emily Blunt, Robert Downey Jr., Matt Damon, Florence Pugh
Christopher Nolan crece y se supera como cineasta con su mejor y más difícil película.
Oppenheimer no es una historia de héroes sino una historia de seres humanos que se convierten en demonios. Y para contarla Christopher Nolan ha tenido que abrir las fronteras de su filmografía más allá de sus reconocidos y reconocibles recursos como narrador de superproducciones concebidas desde su pragmático concepto de la autoría, dando un paso más en su camino hacia una mayor madurez como narrador audiovisual al mismo tiempo que nos plantea una nueva manera de exponer su habitual concepto del cine como espectáculo. Para abordar la figura del denominado “Padre de la bomba atómica”, Nolan tiene que convertirse en una variante cinematográfica de Dostoyevski y más concretamente se acerca a esa solemne obra maestra sobre la angustia existencial y la culpa que es la novela Crimen y castigo.
La alusión a Dostoyevski no es caprichosa ni gratuita. En el voluminoso y muy recomendable libro que sirve como base para esta película, Prometeo americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, de Kai Bird y Martin J. Sherwin, se incluye una conversación en la que Oppenheimer expresa la opinión de que Dostoyevski es mejor que Tolstoi porque, según afirma, Dostoyevski: “llega hasta el alma y el tormento del hombre”.
Llegar hasta el alma y el tormento de su protagonista al mismo tiempo que dibuja con trazo firme el retrato de una época y un acontecimiento clave que, como defiende el propio diálogo de la película, cambió nuestro mundo definitivamente, es el objetivo de este impresionante pulso entre la épica de lo excepcional y el intimismo autodestructivo de sus personajes. A través del mismo Nolan nos propone una impecable reflexión sobre la cultura de lo nuclear. Según explica en su prefacio la biografía que sirve el material de base para Oppenheimer, citando a E.L. Doctorow: “El gran gólem que hemos construido contra nuestros enemigos es nuestra cultura, la cultura de la bomba: su lógica, su fe, su visión”.
Exhibiendo músculo narrativo y visual, Christopher Nolan crece como cineasta con esta película en la que, incidiendo nuevamente en la exploración de los códigos del cine negro que constituyen una corriente genérica dominante en su cine, construye una clase magistral de trabajo con el plano contraplano convertida en una especie de ballet de recursos cinematográficos, planificación, composición visual, ritmo, montaje y uso de música y sonido, desplegando ante al espectador un fluido ejercicio de suspense de tres horas de duración.
Una vez más pero mejor aún que en anteriores trabajos del director, Nolan deja claro por qué los actores son siempre la mejor y más espectacular arma en la panoplia de recursos del cine. Oppenheimer es la mejor película de actores de su director hasta el momento. Y raro será que varios integrantes de su reparto no aparezcan en las listas de nominados a los premios del año.
Nolan se supera también en Oppenheimer como constructor de laberintos esgrimiendo nuevamente en esta película su más que probado talento para hacer del juego con la descomposición y reconstrucción de la cronología del relato el cincel con el cual esculpe y somete a sus inquietudes metanarrativas esta reflexión sobre la historia que va más allá de la historia.
En ese proceso consigue meternos en la propia mente del protagonista, haciéndonos compartir con él sus miedos, sus obsesiones y su complejo de culpa, siendo la culpa el principal tema de Oppenheimer. Así lo demuestran dos de las mejores secuencias de la película: la secuencia de confesión y sexo “en público”, por decirlo de algún modo sin hacer spoiler, y la secuencia de la “celebración” del éxito del proyecto sobre el escenario que materializa desde la percepción del protagonista el horror de las consecuencias de dicho éxito.
Ambas son otra vuelta de tuerca a la hora de poner en pantalla lo que bulle en la mente de los personajes, pero además poseen ese aire de ensoñación y pesadilla a caballo entre la realidad y la imaginación que recorre toda la película, haciéndose eco de una reveladora frase con la que el físico Wolfgang Pauli define a Robert J. Oppenheimer en el libro Prometeo americano y que podría servir también para definir esta visión cinematográfica del protagonista: “Parecía tomarse la física como un pasatiempo y el psiconanálisis como vocación”.
Esos dos momentos, junto con el demoledor y revelador encuentro con Einstein, genial juego de enigma de resolución aplazada hasta el desenlace, y el papel vertebrador del relato y la intriga que desempeña el personaje de Robert Downey Jr., Lewis Strauss, constituyen los cuatro puntos esenciales sobre los que Oppenheimer se construye como una auténtica escuela de narración audiovisual. Quien quiera sacarle mayor y mejor partido a esa escuela solo tendrá que leerse el libro Prometeo americano y ver Oppenheimer para extraer de esa comparación una vigorosa y enérgica lección sobre adaptación con personalidad e identidad propia al medio cinematográfico de un material procedente de otro medio que al mismo tiempo es una reflexión sobre la fama y los mitos.
En esa escuela destacan como temas de acompañamiento de la culpa el pulso entre lo privado y lo público, definido por las tensiones que animan el conflicto triangular entre los personajes de Cillian Murphy Emily Blunt y Florence Pugh y expresado visualmente en la composición de los planos de los encuentros privados de los personajes de Murphy y Pugh, así como un juego con el concepto de la trasparencia, la verdad y la circulación libre y fluida de la información que habita, bajo la sombra de la pluralidad de la verdad que propusiera el maestro Akira Kurosawa en su película Rashomon (1950), el epicentro del pulso entre el secretismo político y militar y la ingenua búsqueda de respuestas de los científicos, afectando dramáticamente a las acusaciones contra el protagonista y a la temible escalada armamentística nuclear. Lamentablemente este último es tema que hoy vuelve a ser de actualidad y por otra parte convierte esta película y su desenlace en un inquietante y terrorífico aviso sobre las consecuencias de una geopolítica abonada y regada por el miedo e inevitablemente abocadas a ser caldo de cultivo para el conflicto y la catástrofe.
Junto con la culpa esos son los temas que hablan directamente a los espectadores desde este interesante puzle kafkiano entre lo privado y lo público que es Oppenheimer.
Miguel Juan Payán
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