Lo primero que me vino a la cabeza al ver esta película es que ya le venía haciendo falta al subgénero vampírico en el cine una producción que pusiera nuevamente las cosas en su sitio después de tanto Crepúsculo y sus variantes. Esto es: que los vampiros en el cine necesitaban recuperar el papel de amenaza que empezaron a perder cuando Anne Rice les convirtió en los héroes de su no obstante interesante saga de novelas sobre el tema iniciada con Entrevista con el vampiro. Hoy el vampiro se ha convertido en una especie de galán romántico para adolescentes que funciona mejor unas veces que otras, por ejemplo prefiero Crónicas vampíricas o True Blood antes que Crepúsculo, pero conviene no engañarse: en el fondo todas ellas son ramas del mismo árbol.
Lo que nos propuso en su momento la versión original sueca de esta película que ahora comento, dirigida por Tomas Alfredson en 2008 y basada en la novela de John Ajvide Lindqvist, fue simplemente otro árbol distinto en el nutrido bosque de posibilidades que nos ofrece la temática vampírica. Y es un árbol ciertamente interesante, porque hace del vampiro una metáfora de otros asuntos, algo que siempre ha funcionado extremadamente bien tanto en novela como en pantalla grande o pequeña.
De hecho, es lo mismo que en su momento hicieran ilustres aproximaciones al asunto como las de John William Polidori con El vampiro, James Malcolm Rymer (y según parece también Thomas Preskett Prest) con Varney el vampiro, Paul Feval con la satírica La ciudad vampiro, o Bram Stoker con su Drácula. Muchos de ellos recrearon en sus historias la decadencia de una clase social, la aristocracia, en beneficio del ascenso de la burguesía, enfrentando por ejemplo al aristocrático príncipe transilvano a la persecución del científico burgués Abraham Van Helsing. La propia Anne Rice planteaba una reestructuración del concepto de familia con su “matrimonio” entre los vampiros Louis de Point du Lac (Brad Pitt en la versión cinematográfica) y Lestat de Lioncourt (Tom Cruise), que incluso “adoptaban” a golpe de colmillo a una niña, Claudia (Kirsten Dunst), a la que para ser sinceros le debe mucho como fuente de inspiración la inquitante Abby que encarna Chloe Moretz en este remake estadounidense del original sueco, y no tanto su predecesora, Abby, interpretada en la versión europea por Lina Leandersson.
El tema que está presente tras la superficie vampírica de Déjame entrar en cualquiera de sus versiones, es el maltrato. Y dentro del maltrato, la capacidad que tenemos cualquiera de nosotros para convertirnos en monstruos, un tema ese transitado con frecuencia por el cine de terror, que lo tiene como una de sus bases, esto es: la capacidad del espectador para identificarse al mismo tiempo con los verdugos y con las víctimas.
Antes de meterme a fondo con ello, tal y como está tratado en esta versión americana que ahora se estrena, quiero despejar no obstante todo recelo frente a los remakes propiamente dichos. Ni tienen por qué ser mejores ni tienen por qué ser peores que el título precedente, pero en todo caso, lo que sí suele ocurrir es que son distintos y si sus artífices son medianamente listos, así es como los conciben: diferentes de la versión anterior, o lo que es lo mismo, con su propia personalidad.
No voy a ponerle pegas por ello a esta nueva versión, de la que ya he oído a algún “entendido” de vía estrecha sacudirse la pregunta sobre qué le ha parecido recurriendo al tópico de calificarla como “una americanada”. Totalmente falso. Grave error. Creo que esta nueva versión, vista sin prejuicio, tiene cosas muy interesantes a las que no rinde el respeto que merecen este tipo de calificativos facilones. De hecho, estoy seguro de que si alguien entra en el cine a verla sin haber visto la película anterior, le resultará más atractiva. Lo que ocurre es que no podemos engañarnos. Quienes ya hayan visto el original no van a enfrentarse con un elemento esencial de aquella, que era la sorpresa y la originalidad de su abordaje del asunto. Con ésta otra no van a sorprenderse porque conocen la historia, lo cual que seguramente caigan en pensar que es más de lo mismo, pero “a la americana”.
Sin embargo, si observamos la película por separado de su precedente, apreciaremos que más que “americana” nos recuerda aquellas producciones de terror canadienses rodadas por David Cronenberg en los años setenta, al menos en su forma de ambientar la fábula, en la fotografía, el uso de la luz, etcétera. En distintos aspectos, la influencia de Cronenberg se muestra muy potente en esta producción, que tiene algunos otros puntos de interés para que la consideremos algo más que el típico “remake a la americana”. Para empezar los dos jóvenes actores están excelentes en sus papeles, y si bien ciertamente trabajan los personajes de una manera y con unas fórmulas diferentes de la aplicadas por el reparto de la versión anterior, quizá menos exóticas o misteriosas, más sujetas a la fórmula del “cine para todo el mundo” de la industria estadounidense, no es menos cierto que bordan la faena en todo momento y nos meten de cabeza en su peripecia a base de momentos íntimos, diálogo, gestos mínimos, y mucho carisma. Digamos que su manera de interpretar y servirnos la fábula es más propia de estrellas. De hecho no es arriesgado imaginarse que en el futuro Moretz encontrará un hueco entre los nombres femeninos más destacados siguiendo una trayectoria similar a la de algunas colegas que la precedieron en ese camino siempre arriesgado de evolución desde el estrellato infantil hasta el la madurez como actrices, y pienso en gente tan competente como Natalie Portman, Kirsten Dunst, Scarlett Johansson… Lo mismo podría decirse de su compañero.
Además, ambos protagonistas están respaldados por dos tipos veteranos con un talento fuera de serie que son como dos firmes columnas sujetando el edifico sobre las cabezas de sus compañeros más jóvenes: Richard Jenkins, en el papel del protector de la criatura, y Elias Koteas encarnando al policía. Aparecen lo justo, pero en cada una de sus apariciones consiguen que esos papeles inicialmente secundarios, dejen entrever sus propias historias, sus propios dramas, especialmente en el caso del personaje interpretado por Jenkins, que es un aviso y una poderosa influencia en lo que va a ocurrir con el joven protagonista de la trama. El trabajo de estos dos actores es todo un ejemplo de economía de gestos y de máximo aprovechamiento de sus breves apariciones.
Ocurre lo mismo con esas voces del padre y de la madre, a los que no vemos las caras. Es un apunte sutil pero contundente de la situación de abandono en la que vive el protagonista y un aviso para padres despistados o demasiado ocupados para ejercer como tales. Junto con nuestra capacidad para convertirnos al mismo tiempo en verdugos y en víctimas y la natural tendencia a sacar a pasear al monstruo que llevamos dentro, o dejar que otros lo hagan mientras nosotros nos limitamos a mirar y no hacer nada, no debemos olvidar que otro tema destacado de la película es la soledad. La soledad de la criatura y la soledad de su amigo humano. La soledad del policía y la soledad del protector de la criatura tras cuya historia se asoma brevemente el fantasma de Lolita de Nabokov. La soledad que el niño ve desde su habitación, como una especie de guiño a los momentos de voyeurismo de James Stewart en La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock. Y sobre todas esas soledades, la principal, la del nudo que une todas las demás, la del propio protagonista, que queda puesta de manifiesto tanto en esa relación cotidiana con su madre, de la que está muy alejado aunque vivan juntos en la misma casa, y en la relación con su padre, resumida astutamente y con elegancia en esa conversación telefónica que además aprovecha para dejarnos entrever alguna de las razones que llevaron a la separación de los progenitores, y cómo ese divorcio o separación machaca al hijo convirtiéndolo en tierra de nadie en el intercambio de golpes entre los padres.
Así que hay mucho más que vampiros en esta película, como en toda buena película de vampiros. Y no me importa en absoluto que sea un remake.
Miguel Juan Payán
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