Crítica de la película E.T. El extraterrestre
Steven Spielberg y E.T., la fantasía como refugio de la realidad.
Gran parte de la culpa de que los 80 hayan sido mitificados, más allá de las hombreras y las estilosas coreografías de Michael Jackson, es de un tipo de cine familiar, ingenuo y aventurero que despertaba la imaginación y los sentimientos del público. Una manera de concebir el arte cinematográfico que supuso la consagración definitiva de Spielberg como Rey Midas de Hollywood y que convirtió a Amblin, su productora, en una fábrica de sueños (y de billetes, esto siempre ha sido un negocio, no lo olvidemos). En la época actual, en la que los efectos especiales pesan más que las emociones o la originalidad, lo que despierta ese cine que no nos cansamos de revisionar es un sentimiento de nostalgia por la infancia y la inocencia perdidas. En ese sentido, Stranger Things ha llegado en un momento oportuno, pero merece la pena recordar una de sus mayores fuentes de inspiración.
Cuando a Spielberg le preguntan por su obra predilecta, siempre considera La lista de Schindler su película más importante, pero E.T., el extraterrestre la más personal. No es casualidad, pues en ella el director plasma sus miedos y traumas infantiles, como la prematura separación de sus padres (la ausencia de la figura paterna es una constante en su cine, como hemos visto recientemente en Ready Player One con Wade Owen Watts) y la soledad infantil, que logró superar gracias a la ayuda de un amigo imaginario.
Muchos son los factores que explican el éxito de este clásico de culto, que además de su capacidad para conmover hace gala de una complicada hibridación de géneros. Spielberg maneja a la perfección la ciencia ficción, el terror y el suspense, con escenas como la llegada de los extraterrestres a la Tierra, sirviéndose de las sombras y la inspirada partitura de John Williams para crear una inquietud en el espectador que un conejo, que no huye de las misteriosas figuras, se encarga de apaciguar. El drama y la comedia también se dan la mano en las escenas que comparten la familia disfuncional de la que forma parte el joven Elliot (Henry Thomas) e incluso hay quien afirma que ve la película como un ejercicio de cine religioso y espiritual, con un ser que viene del cielo y, al igual que Jesucristo, se queda en la Tierra llevando a cabo milagros (bicicletas que vuelan, bolas que levitan, curaciones…) y repartiendo amor y bondad hasta morir y resucitar con túnica y Sagrado Corazón incluidos. Sin embargo, la película caló hondo porque habla el lenguaje universal de la amistad, el del afecto que se profesan dos seres perdidos y solitarios al encontrar uno en el otro un rayo de luz en medio de tanta oscuridad. Una relación en constante evolución, que parte del miedo de la primera vez que se encuentran para después mostrar la confianza al compartir con él sus juguetes de Star Wars, la conexión telepática (y borrachera) que termina en homenaje a El hombre tranquilo de John Ford y el emocionante clímax, que encogió el corazón de millones de espectadores en todo el mundo.
E.T. es así de maravillosa, por eso su primer visionado ha marcado a tantas generaciones. Lo que la hace grande y distinta a tantas otras del maestro es que esta le salió directamente del alma.
Alejandro Gómez
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