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sábado, abril 27, 2024
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Efectos secundarios ****

Efectos secundarios ****

Efectos secundarios. Buen puzle de intriga en el que nada es lo que parece. Soderbergh nos sorprende con gran estilo y elegancia.

Steven Soderbergh vuelve loco al espectador con su última propuesta como director. Y lo digo en el buen sentido, porque es muy de agradecer que a estas alturas de partido un director se arriesgue tanto como éste para contar una historia con solvencia y un adusto y sobrio tratamiento del ritmo que va en contra de toda la trepidación en ocasiones algo histérica que sacude el cine de nuestros días.

En Efectos secundarios se nos propone uno de los ejercicios de cine de intriga más conseguidos e interesantes que recuerda quien esto escribe. Un puzle capaz de sorprendernos con una película camaleónica que cambia ante nuestros ojos en dos momentos de su metraje y saca el máximo partido a nuestra identificación con sus dos principales protagonistas, Rooney Mara, la paciente, y Jude Law, el psiquiatra, que vienen a ser como los Dioscuros Castor y Pólux, los hijos de Zeus que viajaron con Jasón y sus argonautas para encontrar el Vellocino de Oro en la mitología griega. Salvo que en este caso, si bien los dos buscan su propio Vellocino de Oro, lo cierto es que la paciente y el psiquiatra hacen viajes completamente distintos, como comprobamos al final de la película.

Así pues, deben mirar Efectos secundarios en primer lugar como una especie de juego o rompecabezas en el que al principio podemos creer que estamos ante una película al estilo de una de las anteriores del director, Contagio. De hecho el planteamiento visual y su ritmo, tocado también por algunos momentos de Nouvelle Vague (todo lo referido a la presentación y desarrollo del personaje de Rooney Mara me recuerda mucho Vivir su vida, de Jean-Luc Godard), sería el mismo que el de Contagio. Pero a partir de su minuto 45, la película da su primer giro y su proceso narrativo se acelera ligeramente. Deja atrás ese aire discursivo de sus primeros compases, más contemplativo en torno a los personajes, y se convierte en otra cosa. Incluso habrá quien llegado ese momento piense, como yo mismo, que vamos a entrar en un discurso narrativo más próximo al de las intrigas, estilo El soplón, o Erin Brokovich, una conspiración… pero nuevamente Soderbergh consigue sorprendernos, y cuando lleguemos al final del viaje podemos llegar incluso a la conclusión de que hemos estado en una trama más próxima a Las diabólicas de Clouzot, un suspense que se acerca a las tramas de Alfred Hitchcock pero eludiendo el histrionismo y el exhibicionismo de las películas del maestro de este subgénero para asentarse sobre una propuesta de ritmo y un planteamiento visual que me ha recordado el desarrollo de otro regalo imprescindible para el espectador en la filmografía de este director, El halcón inglés.

Tal y como hiciera Hitchcock, Soderbergh juega con los espectadores a base de darnos información trucada con la que consigue que nos identifiquemos alternativamente con los dos personajes protagonistas. Para ello elabora dos películas distintas que se juntan en una sola al final del relato con plena coherencia, dando lugar a un ejercicio de intriga notable capaz de sorprendernos totalmente.

Todo eso con una gran elegancia y estilo.

Este director siempre ha estado dispuesto a jugar con fuego a la hora de proponer sus proyectos al espectador, arriesgándose al máximo en su planteamiento narrativo para proponernos un cine interesante y con auténticas tripas en su interior. Soderbergh es en mi opinión sinónimo de calidad y al mismo tiempo de atrevimiento, algo que se ve poco en el cine adocenado, previsible, de fórmula repetida, de secuela, saga y franquicia sobreexplotada que nos ha tocado vivir. Su obra está visualmente cada vez más cerca del cine de los sesenta y setenta, sea cual fuere el género o historia que haya decidido abordar. Eso sí, siempre, aunque trabaje en géneros, deja clara su huella como autor en el resultado final del relato. Tiene además desde sus comienzos una de esas dobles carreras, la personal y la comercial, que combina con una astucia y una inteligencia que no siempre se le reconocen, y especialmente en los últimos tiempos, yo diría que desde que dirigió en 2006 El buen alemán, ese guiño al cine clásico de Hollywood que incluía entre otras muchas cosas homenajes a Casablanca y Testigo de cargo, entre otras. Cumplido la obligación de rodar una floja tercera parte de la saga de Ocean´s Eleven, Soderbergh decidió empezar a rodar un cine que le metía en serios problemas. Y desde entonces ha entrado en un montón de huertos o campos de minas como director con una serie de películas que están entre lo mejor que ha dado el cine en los últimos años, aunque no hayan conseguido siempre el apoyo del público y de la crítica que merecen. Tacharle de cineasta incomprendido sería simplista, pero es cierto que su propuesta en títulos como las dos películas sobre el Ché Guevara, El soplón, Contagio, Indomable o Magic Mike, añadiendo ahora Efectos secundarios es que a Soderbergh le importa más hacer buen cine que entrar en el juego de convencer a la gente para que vea sus películas. Y eso a pesar de que en todas las películas citadas el espectador es una pieza central de su planteamiento. Lo que ocurre es que el director parece empeñado en cometer la osadía de rodar lo que quiere y como le parece más oportuno, sin ajustarse a fórmulas o mandatos de tipo comercial que puedan emponzoñar sus historias convirtiéndolas en algo distinto de lo que él quiere que sean.

No se confundan: lo de Soderbergh es amor por su trabajo como contador de historias, no pedantería o esnobismo. No es un desafiante prepotente empeñado en enseñarnos nada o un exigente realizador que considera al espectador un borrego inútil e inculto al que hay que denostar si no entiende o disfruta con su cine. Nada más lejos de su planteamiento. Lo que le ocurre a Soderbergh, o al menos lo que un servidor ha podido deducir después de haberlo entrevistado para la revista Acción con motivo del estreno de Ché. Guerrilla, es que le gusta el cine. Según me dijo tiene como ritual cotidiano ver una película cada noche. Esa cinefilia como espectador le lleva a perseguir un tipo de calidad y planteamientos que se alejan de la propuesta de ocio audiovisual dominante en nuestros días. Su cine está entre lo mejor que se puede ver en la cartelera de los últimos años, pero comprensiblemente no está concebido para público masivo, sino para gente que busque y aprecie algo más que simplemente un rato de saludable evasión y entretenimiento. Pero en su caso, al contrario de lo que ocurre con otros directores, no se muestra exigente con el espectador. Nadie podrá recriminarle que sus películas no sean entretenidas. Al contrario. Y Efectos secundarios lo demuestra. Podríamos decir que es, como el resto de su filmografía, un tipo de cine envolvente, que nos lleva a un ritmo más pausado y reposado de narración. Es como una isla de relajación en el estridente paisaje del ocio audiovisual que se estila en nuestros días.

Miguel Juan Payán

Opiniones del público a cargo de nuestro redactor Víctor Blanco.

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