Las adaptaciones al cine de clásicos literarios están, inevitablemente, expuestas a la comparación, ya no con el original, sino con los anteriores intentos de trasladar a la pantalla la historia. En el caso de El Retrato de Dorian Gray, la adaptación más recordada data de 1945, cuando Albert Lewin estrenó una versión de la obra de Oscar Wilde bastante respetuosa y deudora de la brillantez que aquellas páginas poseían. Ahora, Oliver Parker, cineasta con experiencia en adaptar a Wilde gracias a sus anteriores versiones de Otello y La Importancia de Llamarse Ernesto, nos presenta su nueva propuesta, que se queda, tristemente, a medio camino entre los deseos de fidelidad a la novela y la necesidad comercial de ir un poco más allá, de ofrecer al espectador medio algo más que aquel preciso reflejo de la sociedad victoriana decimonónica.
Para ello, Parker y su guionista Toby Finley, vuelcan todo el peso de la historia en ese Henry Wotton que sin duda sirve de inspiración para buena parte de los deseos de los responsables de la obra cinematográfica. Al igual que en la novela, se trata de un personaje fundamental que provoca ese huracán llamado Dorian Gray: él será el que muestre al joven la imperiosa necesidad humana de satisfacer las más bajas pasiones, de disfrutar de los placeres al alcance de un ser de su arrebatadora belleza. En definitiva, hedonismo puro y duro. Y claro, para tal fin tenían que contar con uno de los mejores intérpretes del momento, un Colin Firth que se merienda a todos sus compañeros de reparto.
Pero la esencia de la obra de Oscar Wilde es suficientemente poderosa como para que las licencias destinadas a una mejor digestión de la película por parte de quienes desconocen la novela estropeen del todo el conjunto. Esa historia del joven narcisista que traslada su decrepitud al retrato es, sencillamente, magistral. Lo era por supuesto en las páginas de Wilde, y lo es, aunque mucho menos, en una película que, por otra parte, muestra quizás lo peor del cine actual, con esos montajes delirantes y el ritmo de videoclip que se utiliza en las escenas tórridas y violentas, aquéllas en las que Dorian Gray se deja llevar por los instintos de la manera recomendada por su mentor Henry. Y es que este Dorian, es, irremediablemente, hijo de la generación MTV.
Ben Barnes se llevará sin duda la peor parte de las críticas. Y no sería del todo justo. El chico ha de lidiar con la imponente presencia de Colin Firth pero no sale del todo perjudicado. Su Dorian Gray logra transmitir esa sensación de frivolidad y altanería que se consideran inherentes al personaje. Y su transformación en un ser arrepentido y apenado por las consecuencias de su pacto con el diablo también resultan convincentes. Nos queda Ben Chaplin, encargado de interpretar a Basil, el artista responsable del maravilloso retrato, sin duda un alter ego del propio Oscar Wilde, como él mismo afirmó en varias ocasiones. Basil podría haber dado más juego, pero en este cine de exigencias tan comerciales, los tiempos se miden con pulcritud.
Los cambios son notables. Desde esa escena inicial que nos lleva a un flashback, hasta la incursión de un personaje inexistente en la novela, Emily Wotton, la hija de Lord Henry y el interés amoroso del redimido Dorian. Y la austeridad descrita por Wilde en las posesiones de Dorian se transforman aquí en una mansión enorme y repleta de lujos. Parker acierta en la dirección de actores y en el ritmo narrativo, aunque los puristas se rebelen frente a modificaciones semejantes. Pero el resultado final, lejos de alcanzar la trascendencia de la obra literaria y sin duda carente del encanto de la versión de 1945, debería de satisfacer a quienes acuden al cine con la única intención de pasar un buen rato con una historia decente y unos personajes interesantes. Y, de paso, puede que la película despierte el interés por la lectura de la novela en los espectadores más jóvenes, con lo que la película habrá logrado ya algo importante.
Yo me pregunto qué podría haber hecho con esta historia un cineasta como Tim Burton, cuyo imaginario enlaza a la perfección con el terror gótico y los ambientes londinenses del XIX que se muestran en las páginas de la novela. De momento, tendremos que conformarnos con esta redundante versión, vacía de sorpresas, estilo y originalidad, pero que sin duda logra los objetivos que se buscaban alcanzar cuando fue perpetrada. Y, a modo de anécdota, cabe destacar que está producida por Ealing, la mítica productora británica que nos regaló aquellas maravillosas comedias protagonizadas por Alec Guiness en los años 40 y 50, como Ocho Sentencias de Muerte, Oro en Barras o El Quinteto de la Muerte, y que se mantuvo improductiva durante décadas. Que sea de nuevo bienvenida…