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sábado, mayo 4, 2024
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Fin ****

Fin ****

FIN, la película más inquietante del año, un terror psicológico sobre la nada de la existencia.

Nihilismo. La nada. Todas las preguntas existenciales borradas de un plumazo. Eso es lo que nos propone Fin, película que arranca como una especie de Reencuentro de Lawrence Kasdan, con los colegas de la juventud recuperando el tiempo perdido y lavando los trapos sucios de la pandilla y descubriendo que eran mucho más sucios de lo que ellos mismos habían temido. Desde esos trapos sucios, nace la figura de El Profeta. Inquietante pero a esas alturas del relato todavía no temible. Y con la figura de El Profeta, empieza a gestarse el paso del relato al milenarista cine de catástrofe. Pero una catástrofe sorda, sólida, madura, sin melodramatismos sobrados de efectos especiales.

Y por todo ello mucho más inquietante.

Fin nos manda a la calle desde el patio de butacas con más preguntas de las que nos hacíamos antes de entrar en el cine.

O con ninguna pregunta.

Y esa es su magia.

¿Inclasificable? No. Pero sí arriesgada. Con un par bien puestos para contar lo que quiere contar sin concesiones. Incluso cuando roza al máximo la frontera del melodrama sin atreverse a zambullirse en ella desvelando la vinculación erótico-festiva de dos de los personajes al borde de un lago en el que, como en otro muchos paisajes naturales del relato acecha esa nada que se lo come todo y a todos.

Ahí, en esa secuencia de revelación de relaciones entre los personajes, Fin demuestra, como en el resto de su metraje, que su territorio, lógico, coherente con el argumento y sus objetivos, es la elipsis, ese paréntesis de lo que no vemos, ese paréntesis de nada que el espectador va rellenando con inquietud creciente durante toda la película.

Reina por tanto la elipsis como recurso desde el principio marcando el pulso narrativo el relato como un diapasón. Siguiendo con su coherencia, Fin es además una película de catástrofe sin catástrofe. Otra elipsis, la elipsis máxima: eliminar las tradicionales secuencias trepidantes de caos y devastación que priman en el cine milenarista. Ojo, esto no significa que no haya secuencias de acción. Lo que ocurre es que están muy bien dosificadas para mantener el reinado de la intriga en todo el relato. Una intriga creciente que aumenta durante lo que es en definitiva un relato de viaje de los personajes, una “road movie” siniestra, donde más que descubrir un mundo descubren el fin de un mundo. Su mundo. Nuestro mundo.

Pero sin histrionismos. Sin gore. Sin sustos gratuitos.

Todo muy sereno, incluso me atrevería a decir que resignado. Nihilista.

Eso por lo que respecta al propio ritmo de la película, naturalmente.

Porque los personajes viven la catástrofe cada uno a su manera y todos ellos hacen su propio viaje de maduración en el relato.

Personajes que, por ser una película de carretera, o de viaje, están claramente contrastados con un paisaje terroríficamente bello, en el que la belleza se contrapone dramáticamente al vacío, a esa nada que es el gran antagonista de este grupo de protagonistas corales en los que cada actor tiene su momento brillante, pero donde, si me permiten la opinión, brilla especialmente Maribel Verdú. Esplendorosa y dramáticamente bella en su propio viaje de búsqueda de respuestas y en el desenlace, que es posiblemente la elipsis más brutal, aquella en la que el espectador puede construir sus propias imágenes para rellenar aquello que no llegamos a ver en la pantalla.

Es en el tramo final del personaje de Maribel Verdú cuando queda más claro que en definitiva lo que se nos propone como espectadores es un interesante juego de interacción con la película y su personajes perfectamente relacionado con el tema del argumento.

El espectador se pasa la proyección jugando en primer lugar a resolver el enigma, pero al mismo tiempo, en segundo lugar, juega a imaginar esas imágenes que no llega a ver, esas elipsis de las que he hablado, intentando componer un puzle que no acaba de revelarnos todas sus piezas, ni siquiera al final.

Ese intento de componer por cuenta propia lo que no llega a ver, incrementa el estado de inquietud del espectador, reforzando la intriga, y le otorga a Fin una nueva naturaleza como pieza cinematográfica para la reflexión que tiene muchos puntos de contacto con algunos planteamientos teatrales de Anton Chejov, aunque en este caso no sea la decadencia de una clase social lo que se nos planeta, como en El jardín de los cerezos, sino la demolición de toda una civilización, de toda una especie, representada para el espectador en la paulatina demolición de esa otra familia que son el grupo de amigos protagonistas. Tal y como ocurriera en la fórmula aplicada por Chejov, el paladín narrativo de los tiempos muertos dispuesto siempre a primar la impresión sobre la acción, todos los detalles son esenciales para esas escenas en las que, sólo en apariencia, no ocurre nada.

Y, hablando de detalles llegamos a una de las mejores ideas de la película: el desplazamiento en mi opinión genial de las escenas de catástrofe propias de este género milenarista a esos dibujos al carboncillo que nos van metiendo la inquietud en el cuerpo desde el primer momento y hacen además las veces de recurso narrativo, actuando como prolepsis (o si ustedes prefieren flashforward). Hacer que la acción catastrofista se concentre en esos dibujos permite mantener ese juego estilo Chejov en el que la impresión está por encima de la acción propiamente dicha.

Miguel Juan Payán

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