J. Edgar es un gran trabajo de Eastwood y Di Caprio, un puzzle que aborda la compleja vida privada del temido director del FBI.
Clint Eastwood vuelve al terreno de lo biográfico, en el que suele pernoctar de vez en cuando con desiguales resultados, pero donde siempre consigue encontrar una forma de desarrollar el biopic desde una visión personal como autor, en lugar de dejarse atrapar por las claves de un género habitualmente alambicado y propenso al melodrama facilón. Nunca han sido esos defectos de los trabajos biográficos acometidos por Eastwood y no lo son tampoco en esta ocasión. De hecho, J. Edgar constituye, en opinión de quien esto escribe, uno de los mejores trabajos del director en ese terreno del biopic, facilitado, cierto es, por el protagonismo de uno de los mejores actores norteamericanos de los últimos tiempos, Leonardo Di Caprio, que demuestra con esta recreación del personaje de J. Edgar Hoover que puede con todo, incluyendo kilos de maquillaje que en otros casos han ahogado o agotado el talento de muchos de sus compañeros. Di Caprio consigue imprimir su talento y su personalidad interpretativa al personaje incluso cuando tiene que soportar la máscara del maquillaje como compañera de trabajo, demostrando que incluso sometido a tal ceremonia de travestismo su talento y su energía para componer un personaje prevalecen y sobreviven en mejores condiciones que las mostradas por alguno de sus compañeros en circunstancias similares (por ejemplo Brad Pitt en El curioso caso de Benjamin Button). Es tal el despliegue del actor en esta película que me ha llevado a pensar que podríamos definir a Di Caprio como una especie de híbrido en el que se mezclan características de Robert De Niro con elementos y la apariencia de Robert Redford.
Por otra parte J. Edgar no es un monólogo de Di Caprio y conviene tener presentes a la hora de repartir méritos en su faceta interpretativa al modélico trabajo que desde la sencillez y el mínimo tiempo en pantalla imprimen en la película tres muletas esenciales para hacer aún mucho más sólida la construcción del protagonista. Me refiero a la labor aparente más modesta, pero igualmente brillante de Naomi Watts en el papel de Helen Gandy, la abnegada secretaria, confidente y fallida compañera sentimental del protagonista, y Armie Hammer como Clyde Tolson, el amante oculto. A ellos hay que añadir a Judi Dench en el papel de la madre de Hoover, que constituye el personaje más enigmático e incluso inquietante de la trama.
Eastwood ha construido su repaso a los cincuenta años de ejercicio de poder en la sombra de J. Edgar Hoover sumido inevitablemente en la ambigüedad, lo que sin duda afecta a los resultados de su película, algo desequilibrada en algunos aspectos que ahora explicaré, pero en todo caso por la parte positiva destaca primero su trabajo fluido y elegante en la utilización de los flashback, que son la columna vertebral narrativa de esta especie de película-puzzle. Ciertamente se echa en falta una mayor atención a los personajes y temas históricos en los que estuvo envuelto el personaje principal, de modo que pasamos por asuntos trascendentales de la historia del siglo XX casi sin enterarnos, y cuando aparecen en la pantalla personajes como Eisenhower, Franklin Roosevelt, el aviador Lindbergh o Robert Kennedy, apenas nos enteramos. Pero eso tiene su explicación en la manera en la que Eastwood ha pensado desarrollar esta película, que como toda biografía le presentaba la misma disyuntiva o cruce de caminos: ¿Desarrollar el entorno histórico o desarrollar la vida privada del protagonista? Obviamente la primera opción es más propicia a una miniserie televisiva, siendo la segunda más interesante para el director en su aproximación en clave de largometraje. Eastwood ha respondido a esa elección como era de esperar: tirando por los personal, como ya hizo en otros biopics de su filmografía, en Cazador blanco, corazón negro, Banderas de nuestros padres, Invictus… Incluso cuando abordó un asunto presuntamente épico como el de Cartas desde Iwo Jima, la experiencia personal del general japonés Kuribayashi y sus hombres le ganó la partida, de manera brillante, al cine bélico propiamente dicho. Era de esperar, por tanto, que en su abordaje de la vida de J. Edgar Hoover, Eastwood dedicara más atención a la vida privada del personaje que a su vida pública, por lo que a nadie que sea mínimamente conocedor de la filmografía de este director puede extrañarle que no nos haya regalado una especie de variante de Enemigos públicos de Michael Mann mezclada con algo parecido a JFK de Oliver Stone. El trabajo de Eastwood como director no va por ese camino.
Dentro de su propia línea de trabajo como director/autor, Eastwood obra con coherencia construyendo J. Edgar como un retrato privado del protagonista, remontándose a sus primeros tiempos de juventud peleona contra el Comunismo en Estados Unidos y destacando con notable economía narrativa y sin exageraciones melodramáticas que sobrecarguen el relato su obsesión por la información y el control del poder a través de la información. El detallismo y su visión casi mesiánica de cómo mejorar el sistema policial y de vigilancia de las fuerzas del orden en los Estados Unidos forma parte de la trama tanto como la deshumanización que ello conlleva, describiendo a Hoover como una especie de iluminado empeñado en una cruzada personal donde inevitablemente acaba saliendo también a flote la megalomanía.
Hay varias escenas ejemplares por su belleza estética y su plácida eficacia visual y narrativa que son las que me llevan a considerar muy favorablemente esta película ya ponerle esas cuatro estrellas que luce más arriba.
Podríamos decir que la parte fundamental de la película se desarrolla esencialmente en una especie de paréntesis marcado por dos secuencias que desarrollan ese cruce entre lo sentimental o lo privado y la imagen pública.
La primera es esa interesante secuencia romántica truncada que tan elocuentemente define el conflicto esencial de la vida de Hoover, una vida deformada por la discrepancia entre lo público y lo privado. Me refiero a la cita en la biblioteca con el personaje de Helen Gandy que interpreta Naomi Watts.
La segunda es una secuencia mucho más sencilla, pero igualmente definitoria del tema que menciono: el momento en el que vemos a Hoover junto a Clyde Tolson, ya ancianos, formando una pareja en las carreras de caballos.
Ambos momentos consiguen meternos de lleno en esa vida extraña que llevó J. Edgar y que Eastwood ha reconstruido en mi opinión con una notable eficacia en su película. Cierto es que para entrar en esa parte personal ha descuidado la parte histórica y política del relato, y no es menos cierto que se ha visto obligado a nadar entre dos aguas para intentar ofender lo menos posible en lo referido a la homosexualidad del protagonista, pero incluso en este último asunto creo que ha hecho un excelente trabajo de normalización sin caer en la trampa del morbo fácil o la explotación sesgada de las peripecias de alcoba del protagonista.
Eso sí, en el caso de que alguien quiera conocer más de la época y las conspiraciones y maneras de manejar el poder de J. Edgar Hoover, tendrá que leerse uno o vario libros, lo cual tampoco es nada malo, dicho sea de paso.
Miguel Juan Payán
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