Crítica de la película La crónica francesa
Fiesta de Wes Anderson en buena forma, satírico y jugando con el lenguaje.
Autorreferencial en muchos aspectos y con perfecta coherencia con el resto de su filmografía, Wes Anderson vuelve a convertir a sus personajes de carne y hueso en marionetas para su espectáculo de casa de muñecas que en este caso hunde sus colmillos satíricos en una visión folclórica de algunos momentos de la historia de Francia en el siglo XX, contemplada desde la mirada adicta al tópico, romántica y reduccionista de los estadounidenses. De ahí el título y el vínculo con una particular zona geográfica estadounidense que mira a esa Francia de postal, mirada homenajeada con ese juego de ayer y hoy resuelto visualmente con divertida elegancia por el director aplicando con descaro la pantalla partida en el principio de la película al repasar los barrios de la ciudad de Ennui (Aburrimiento), en esa especie de breve primer acto repleto de guiños al cómico galo Daryl Cowl y sus trompazos en bicicleta en la contribución de arranque de la película protagonizada por Owen Wilson como el reportero Sazerac; el repaso a la etapa de las vanguardias artísticas de los años veinte en un ejercicio visual donde domina la frontalidad, que me parece el fragmento más rico de la película, y con un gran Benicio Del Toro bien combinado en su química ante la cámara con Léa Seydoux y Adrien Brody; algunos planos de arranque de la historia que recuerdan, como algunos recursos, las comedias de Jacques Tati; la revisión y actualización posmodernista de recursos en boga en el momento en que el cine mudo buscaba en sus primeros compases el camino del denominado Modelo de Relato Institucional; el posterior giro en su historia de la revolución del tablero de ajedrez hacia planteamientos de personajes, visuales, conflicto y narración de la Nouvelle Vague, con una crítica realmente divertida al fenómeno de Mayo del 68 y su posterior explotación, que quizá no haya hecho gracia a algunos pero a mí me parece muy oportuna y divertida, con sus momentos de mitificación intelectualoide del postureo del personaje de Zeffirelli interpretado por Timothée Chalamet; el guiño humorístico al ataque visual de los colores de la televisión de los años sesenta en la última historia donde el personaje de Edgar Wright recuerda al Truman Capote enfrentado a la crónica de sucesos de su primera novela, A sangre fría, y ese juego final de apuesta por el cine de animación estilo Tintín o Blake y Mortimer dos clásicos del comic europeo. Añadan a eso prólogo en el que reina la habilidad para la autoparodia de la propia película y su propuesta, con autocita en el mismo de Wes Anderson a su habitual tendencia a la construcción visual compartimentada y de casa de muñecas, y epílogo que completa todo el ciclo narrativo de esta película que también podemos contemplar o entender como la reunión de tres cortometrajes -prólogo y epílogo y el fragmento de Owen Wilson- y tres mediometrajes -cárcel/vanguardias, revolución juvenil/postureo y crónica de sucesos/gastronomía-, cerrando en una forma de bucle donde el relato parece comenzar de nuevo, dando lugar a un ciclo interminable, cuando los periodistas recomienzan a contar en grupo su particular visión de la historia de la crónica francesa.
Miguel Juan Payán
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