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martes, diciembre 10, 2024
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La película que tu mamá jamás te dejó ver

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¿Alguna vez se han cuestionado cuántos títulos de mamás más guapas del mundo han sido otorgados a lo largo y ancho del mundo y de la historia? Si le preguntan a Mengano les dirán sin ningún tipo de miramientos que es la suya, y Ciprano replicará sin un solo atisbo de duda lo mismo acerca de la fémina que tuvo a bien convertirlo en parte activa de la sociedad. Para concederle títulos a nuestras madres no dudamos en tirarnos de la moto, y es que el amor de madre tira, y mucho…

Pero dejemos la pseudofilosofía, psicología Punsetiana y complejos de Edipo aparte. Mi madre es la reina de los atributos, y no hay vuelta de hoja. Ya no es sólo que sea la más guapa del reino sino que es especialmente cinéfila, y para colmo de la idiosincrasia es febril amante del cine de género. La máxima de “lo lleva en los genes” nunca fue más de agradecer.

Echo la vista atrás y recuerdo aquellas tardes en las que mi madre me hablaba de todas las terroríficas películas que veía de joven y que causaban furor en las plateas de aquellos finales de los setenta, en los que la tan ansiada libertad se metabolizó en el cine de destape, la comedia chusca y churrigueresca y el cine de terror uncensored.

De entre todas las cintas de sangre, sudor y órganos de la época, mi madre siempre recuerda con auténtico pavor una de ellas: Holocausto Caníbal. Siempre fue tal el grado de desasosiego que le producía su mención, que el momento en el que me hablaba de ella se convertía en un súmmum de suspiros y palabras entrecortadas. La vio una y no más, y su veto y privación a que yo la visionara se mantuvo durante largos y resignados años, lustros e incluso décadas.

Sin embargo, llegó la adolescencia, esa etapa donde la rebeldía (la cutre, de postal, no la de Scorcese y sus rudos Rebeldes del Brat Pack) hace su aparición y causa tamaños estragos. En esa época tan proclive a la estupidez supina, a la desobediencia por moda y a la retórica de serial teen, yo confieso que desobedecí a mi madre. Ante semejante coyuntura, me temo que Émile Zola podría hacer la segunda parte de su “J’accuse…!” despachándose de lo lindo conmigo, así que espero que allá donde esté no me escuche…

El caso es que sí, lo hice. Eran mis dulces dieciséis, mi mejor amiga y yo, chocolate suízo de por medio (no se vayan a pensar que puestos a regurgitar lo íbamos a hacer con cualquier sucedáneo de cacao, estilo ante todo) y ganas de infligir las normas. Y allá fuimos.

Recuerdo como si fuera ayer aquella expectación previa a la pérdida de mi virginidad caníbal, el empacho que nos dimos de comedura de uñas y la desazón antropófaga que esperábamos experimentar. Pero nada de eso llegó.

Sí es cierto que la película nos produjo cierta angustia e intranquilidad, pero siendo franco, nos produjo más  temor que el chocolate se acabara  que los caníbales optaran por  zamparse tibias o peronés. Lo que sí que no fui capaz de olvidar fue aquella pobre tortuga a la cual tuvieron la delicadeza de masacrar o aquel pobre hombre al que le rechupeteaban literalmente los huevos, pero ni la nostalgia más insana es capaz de traerme a la memoria un solo desmembramiento para el recuerdo. Todo un misterio.

La razón es digna del más sesudo estudio sociológico. En pleno siglo XXI, cualquier escena de Holocausto Caníbal, por muy truculenta que sea, más que repulsión y aversión produce más melancolía que una canción de La Oreja de Van Gogh. La sociedad se encuentra totalmente inmunizada y es capaz de ver la más sangrienta de las matanzas mientras se zampan un buen plato de fabada.

Un servidor ha podido ver a lo largo de los años todo tipo de películas de escabechinas a granel: Desde aquellos cutres productos de la Troma, pasando por los primeros pasos de Peter Jackson, posesiones infernales de Raimi y sus discípulos, cien mil y un slashers y gore tanto amateur como eminentemente comercial. Holocausto Caníbal no figuran ni tan siquiera en el meridiano de cualquiera de mis ránkings. Su terror ha quedado obsoleto, pueril e incluso inocente, y si por algo será recordada no será por su supuesta truculencia, sino por haber sido la primera en poner de moda el found footage, del que ahora beben títulos como Paranormal Activity. Resulta cuanto menos curioso que hace treinta años, la generación de mi madre observara impertérrita aquel gore casi angelical, que por cierto se vio ayudado por una  de las campañas publicitarias más engañosas de la historia, aquella que afirmaba que todo lo que estaba a pasar por tus ojos había sido real. Tras el lógico paso por los tribunales, se evidenció lo que hoy sabría hasta el más ingenuo: aquello era puro teatro.

Desde aquella, han hecho su aparición algunos títulos que devolvieron cierta esperanza momentánea a los artesanos del terror: El proyecto de la Bruja de Blair causó furor con una campaña casi calcada a su referente caníbal y es célebre aquella escena donde Haníbal el Caníbal devoraba los sesos de un pobre incauto. Todavía recuerdo (y eso que era un infante) todas las noticias que se emitieron de gente que dejaba su escatológica propina en las salas de todo el globo. Aún así, queda bastante claro que ya nada es lo que era, y que más que pánico, los maníacos del celuloide nos producen tierna empatía.

Y es que a mí lo que más escalofríos y canguelos me produce es pensar que existe la posibilidad de que dentro de treinta años, la gente vea inocencia y candidez en la sanguinaria saga de Hostel. Porque esa sí que es para echarlo todo fuera, sea chocolate suizo o de marca blanca…

 

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