Stephen Frears hace un entretenido retrato melodramático de últimos años de reinado de Victoria.
El cruce del tema real con la aspiraciones a transmitir un mensaje de tolerancia se dan cita en el último trabajo de Stephen Frears que una vez más bucea en su habitual tema de relaciones en conflicto, alternativas, contracorriente, inspirándose en la historia real del vínculo que estableció la soberana británica con uno de sus súbditos, un hindú automáticamente repudiado por la racista y clasista corte de la metrópoli inglesa. De su viaje a las relaciones de Victoria y Abdul extrae el director una especie de metáfora para nuestra realidad. La relación de la reina y el súbdito y el conflicto social que provoca en el entorno de la testa coronada es fácilmente extrapolable a los sentimientos y reacciones de tolerancia e intolerancia en nuestros días. De manera que podríamos decir que Frears consigue en su película que el pasado le hable al presente de tú a tú.
Eso sí, en ese camino, el director acaba por dejarse acomodar en ciertas prácticas del melodrama aderezado con la sólida tradición de la recreación histórica del cine británico, y al hacerlo así descuida y deja de sacarle todo su potencial a los personajes secundarios, que quedan librados a ser simplemente contrapunto satírico para instalar cierta mirada cínica hacia el entorno de la reina en el relato. Ejemplo de ello es el plano del doctor corriendo para anunciar la “buena” nueva de la enfermedad de Abdul, o ese personaje del indio que acompaña a Abdul a la corte y que lo único que desea, ardientemente, es volver a su país, que de algún modo sirve como contrapunto para introducir las dos posturas de los sometidos frente a quienes los someten. Abdul tolera, contemporiza, es un partidario de los integrados. Mientras que Mohammed, su forzado compañero de viaje –el apunte de comedia, el otro candidato tuvo un accidente con un elefante-, es un apocalíptico que se niega a dejarse absorber e integrar en la corte, o lo que es lo mismo, por una cultura que no es la suya ni le interesa lo más mínimo, comprensiblemente. El desenlace de ese personaje, para quien esto escribe el más interesante de la trama, poco presente en la misma pero contundente en cada una de sus apariciones (Frears ha apostado por la convicción de que en su caso menos es más), está significativamente desarrollado desde el drama, no desde el melodrama, con ese monólogo final a modo de último saludo en el escenario y ese sobrio abordaje de su salida del relato. Dicho sea de paso, el actor encargado de ese papel, Adeel Akhtar, está entre lo mejor de lo muy bueno que aporta el principal atractivo de esta película, su reparto, capitaneado por una Judi Dench que no desaprovecha la ocasión de hacer un curioso ejercicio de creación de su personaje sobre las bases que ya sentara cuando interpretó una versión más joven del mismo en Su majestad Mrs. Brown, dirigida por John Madden en 1997.
Miguel Juan Payán
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