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jueves, diciembre 5, 2024
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La última canción **

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Comentaba con un amigo tras ver la película, que no sé muy bien que sucede con figuras como Miley Cyrus (sobre todo en su papel de Hannah Montana), que se granjean no sólo la admiración de una enorme parte del público, sus seguidores, sino la aversión de la otra mitad del mundo, que parecen alegrarse con cada error, con cada traspiés. La figura de Miley, la última gran estrella para todos los públicos que ha dado Disney, es aún más curiosa. Es guapa y atractiva, no parece llevar aires de diva. Tiene una buena voz (aunque no gusten sus melodías, sabe cantar) y es una actriz competente, a veces incluso buena. Y aún así mucha gente no la traga…

No hace mucha falta que la gente recuerde los éxitos de la muchacha. Con tan sólo 17 años ha vendido más de 15 millones de discos. Su serie de televisión tiene millones de seguidores que también elevaron a éxito instantáneo su película como Hannah Montana. Y ahora intenta desmarcarse un poco (lo justo) del personaje que le dio fama, y sus fans siguen llenando los cines…

Para hacerlo la chica ha escogido a Nicholas Sparks, novelista dedicado al público femenino, autor de obras que dieron pie a películas como Un Paseo Para Recordar, El Diario de Noah o, más recientemente, Querido John. Drama con tintes románticos y una apuesta descarada por la lágrima fácil, que en este caso ha creado una historia para la pantalla directamente para la estrella protagonista. Un guión original transformado en novela después, pero que contiene todas las claves de su obra.

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Esto suele conllevar una historia de amor (no sólo romántica), un personaje con una grave enfermedad, unos protagonistas limpios, castos y puros, siempre que se pueda… Perfecto para una película Disney. Así que lo de desmarcarse de Hannah Montana, sí, pero poco. Quitarse la peluca, más bien.

Pero volviendo al inicio de este comentario, mucha gente se lanzará a degüello a por esta película sólo por su protagonista, sin dignarse a mirar un poco más allá de sus ideas preconcebidas. Y es un error porque La Última Canción no es una mala película en absoluto. Tampoco una buena película. Pero ni de lejos la bazofia que muchos pretenderán que sea. Es lo que es. Y no engaña a nadie.

No sé al resto de la gente, pero a mí cuando una película me entra de cara y sin mayores pretensiones, cuando es honesta conmigo y con el espectador y da justo lo que ofrece, no puedo tacharla de deleznable. Otra cosa es que se tratase de cine de mazmorra o de serie Z, pero ni con esas. Si es honesta, ya tiene eso ganado.

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Y esta película lo es. No ofrece nada nuevo, pero tampoco lo pretende. Ni revolucionar el género dramático, ni ganar premios, ni vender motos. Sólo ofrecer poco menos de dos horas de drama sencillo, blanco y pulcramente contado, con una protagonista que es muy consciente de que aún tiene un público (joven), al que contentar y emocionar, si puede, por lo que no va a sacar los pies del tiesto. Va a quedarse como toda la película, en terreno seguro. Controlable. Cómodo. La prueba más clara la tenemos en la integración del elemento musical en la trama. Casi con calzador, pero inevitable para los seguidores. Y funciona, porque la gente ha respondido bien a la cinta.

La historia, una de reconciliación entre padre e hijos, es tópica hasta decir basta. De hecho ese es el mayor fallo de la película. Su predecible y soso guión. Quiere contentar a tanta gente que al final sólo contenta a los fans y al resto del público le da un poco igual el devenir de la historia. Sabe exactamente lo que va a suceder a continuación. Sabe lo que le espera en cada supuesto giro (la historia de la iglesia, que además peca de algo absurda, la enfermedad de uno de los personajes, la trama de las tortugas marinas…). Pasa de drama familiar a romance, a cine con tintes ecologistas, a denuncia social… Todo en menos de dos horas y sin que nada sea destacable u original en absoluto.

Y eso que la directora intenta imprimirle algo de fuerza visual a la historia. Por un lado otorgando a ciertos planos una energía y sobriedad poco vista últimamente en este género. Elegante, hasta en la puesta en escena (Cyrus descalza en un pasillo del hospital y como se resuelve visualmente esa escena…). Aprovechando bien el paisaje y las puestas de sol, pero sin cansar, otorgándole importancia a ciertos detalles y elementos del decorado, pero sin recargar las tintas.

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El otro elemento son los actores. Desde el lacrimógeno, pero poco cargante, niño, hasta Cyrus, todos están más que correctos. De hecho ella consigue empatizar con el espectador sin muchas complicaciones. Es una actriz más que competente, a la que aún no se le puede pedir más, pero que puede mejorar con el tiempo si elige sus papeles bien. Y Greg Kinnear, claro. Un monstruo de la pantalla que toma un personaje plano y arquetípico (padre que abandona a sus hijos en el divorcio y quiere recuperar su amor) y convierte en un ser humano merced a sus gestos, miradas y palabras. Toda una lección para muchos actores que habrían desistido ante tan pocos mimbres.

Por lo demás, nada digno de mención. Una obra de transición, casi de paso de niña a mujer, de una artista a la que muchos odian y muchos admiran. Sin nada nuevo que contar, donde ella es la reina de la función y donde no es muy posible que nadie se emocione. Pero tampoco que se sienta ofendido o insultado. Da lo que ofrece. Un drama para toda la familia con las gotas justas de ternura y un ritmo pausado, pero no aburrido (ni tampoco entretenido, todo es así, gris). Aunque seguramente los fans la devorarán y los detractores la atacarán sin piedad. Y ni unos ni otros llevan razón.

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