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Las crónicas de Narnia: la travesía del viajero del alba ***

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Títulos clásicos y clave del género de aventuras como Jasón y los argonautas en el cine, o La Odisea de Homero en literatura, se erigen como padrinos y valedores de la tercera entrega de Las crónicas de Narnia, la travesía del viajero del alba, que me ha parecido sin duda alguna la más entretenida de toda la saga que llevamos vista hasta el momento.

Potenciada por las claves de la aventura fantástica en el mar y beneficiada del aporte que es todo viaje por aguas infestadas de monstruos y secretos en un mundo de sorpresas para todos los públicos, esta Travesía del viajero del alba nos trae de vuelta el cine familiar con todos sus elementos al completo. Puro entretenimiento.

Imposible que una aventura en el mar no funcione, a poco hábil que sea el director, más aún cuando, como es el caso de esta película, viene acompañada de unos efectos visuales capaces de respaldar el periplo fantástico que encuentra su mejor expresión en el duelo con el monstruo de turno, un enfrentamiento final que gana puntos para el aspecto épico de la película y por su ritmo, duración y acciones paralelas me pareció el mejor ejemplo en positivo para, estableciendo la oportuna comparación, explicar por qué no funcionó el enfrentamiento con el kraken en el desenlace de Furia de titanes. En esta ocasión, sin prisas, tomándose el tiempo necesario para establecer el duelo de los héroes contra el monstruo y exhibiendo como merece a la criatura, Michael Apted, que es veterano de todos los frentes porque es raro el género que no haya abordado en uno u otro momento de su carrera, concluye con la espectacularidad que merece su paseo marítimo por las aguas de Narnia. Los amigos de los “bichosaurios” y monstruillos en general pueden disfrutar de esos momentos finales que son el colofón a una peripecia en la que además de la aventura y la acción propiamente dicha también hay su dosis de intriga y suspense, porque como puede suponerse tratándose de la adaptación de una novela de C.S. Lewis, el asunto pretende ser una fábula de iniciación sobre la necesidad de enfrentarse a las propias tentaciones.

El punto fuerte en esa faceta lo tiene la metamorfosis que sufre el personaje más interesante de esta tercera entrega, el primo de los protagonistas, que en un ejercicio sólido de narración va adquiriendo mayor protagonismo configurándose como el mejor descubrimiento y una necesaria incorporación del cinismo a la saga, porque de algún modo se convierte en portavoz de los escépticos que puedan acudir a ver la película. El personaje del primo Eustace es una especie de puente entre el público general y adulto frente a las peripecias fantásticas que llenan la pantalla. Es una puerta para que podamos entrar en el mundo de Narnia sin sentirnos incómodos desde nuestro natural escepticismo adulto. Es la voz de los que ya no son niños. De hecho, el propio personaje reacciona inicialmente de manera excesivamente adulta para su edad frente a las fábulas que protagonizan sus primos, incluso cuando finalmente se encuentra incorporado a las mismas. El diario que escribe le permite ser además un agente humorístico en la trama fantástica y el mejor representante del escepticismo dentro de la historia.

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Ese personaje es importante porque como sabemos las fábulas de C.S. Lewis pretenden ser algo más que un mero entretenimiento. La clave es que puedan funcionar como entretenimiento sin entrar en el mensaje, al tiempo que quienes por voluntad propia quieran ver algo más en su fabulación encuentren unas claves que, por otra parte, pueden ser interpretadas desde distintas religiones, porque en esencia lo que se está dirimiendo en lo que se refiere a cómo tratamos con la religión en nuestros días no es tanto si ésta o aquélla religión es la verdadera, esto es, el pulso no se da entre distintas religiones, sino, y esto es algo mucho más serio,                     si nos inclinamos definitivamente por extirpar toda aspiración religiosa, de cualquier tipo de fe, de nuestras vidas para zambullirnos en la piscina de la falta de fe y el materialismo, que, si me permiten la opinión, sospecho que desde un punto de vista exclusivamente pragmático, puede parecer inicialmente liberadora, pero a la larga se convierte en un lastre mucho más pesado que cualquier cuadro de principios morales, vengan éstos de dónde vengan.

Porque, en esencia, como sociedad ya no estamos intentando dilucidar si creemos en ésta o aquélla forma de intentar explicarnos a Dios a nosotros mismos, sino en si realmente queremos tener a Dios en la ecuación que explica nuestras vidas.

Tranquilos, no pretendo meterme en ese huerto que son las creencias de cada cual, pero creo que este comentario sobre la película no estaría completo si obviara ese aspecto que está en el origen de la misma y marca inevitablemente el desenlace o punto final de la película. He sido el primer sorprendido al descubrir que es precisamente en este tema donde el largometraje me deja algo más frío, no por falta de fe, que no es el caso. Me defino como “católico impracticable”, esto es: creo en Dios, pero me temo que soy muy defectuoso como practicante de la religión oficial, así que cruzo los dedos para que Él tenga tanta paciencia y sentido del humor como espero. Digamos que necesito un buen repaso espiritual de chapa y pintura, porque algunas cosas que veo en la religión establecida no acaban de encajar en el puzzle que es mi cabeza y quizá por deformación profesional soy de natural desconfiado con lo que podríamos llamar la “versión oficial” del asunto. Pero tranquilos que tengo claro que este no es el foro ni el momento más adecuado para aclarar esos asuntos. Lo que quiero plantear es otra cuestión más claramente cinemtográfica. Entiendo que, creyendo o sin creer, ya sea desde la fe o desde el agnosticismo o desde el ateísmo, los adultos nos vamos a encontrar con el mismo problema a la hora de ver el desenlace de la película: necesitamos mirar la fábula de Aslan, el león parlante, con los ojos de un niño, cosa a estas alturas difícil. Por ello durante la proyección recordé el truco que contaba el montador de Apocalypse Now, Walter Murch en su libro El momento del parpadeo, recortando dos pequeñas figuras para ponerlas frente al ordenador para recuperar la percepción del tamaño de la pantalla grande mirando desde el punto de vista de las mismas. Haciendo ese mismo ejercicio utilizando como referencia las reacciones de los niños que estaban viendo la película en ese momento conmigo descubrí que la fábula funcionaba, incluso en esa parte final, que llega después de las aventuras trepidantes. Lo cual que la fábula funciona para el tipo de público para el que fue concebida. Por eso sería absurdo criticar la película porque no cumple con los parámetros de cinismo y falta de inocencia que tiñen de grandeza otros relatos más propios para un público más maduro. Si la miramos como adultos, es posible que echemos en falta, por ejemplo, un mayor despliegue en el desarrollo de personajes, porque casi todos ellos, salvo Eustace, quedan bastante desdibujados, apenas desarrollados, anulándose unos a otros (me refiero a los dos hermanos y al príncipe Caspian), que añoremos un mayor desarrollo de algunos personajes particularmente curiosos de la tripulación, o de ese personaje de la niña polizón que pasa por la historia en un visto y no visto. Y que al mismo tiempo nos sobre el ratón parlanchín, o por lo menos traspasada cierta frontera de edad nos resulte menos divertido que a la infancia y un pelín tocapelotas por su inclinación a ejercer como una especie de Pepito Grillo con esa especie de variante de Pinocho que es Eustace.

Pero, amigos, esto no es Moby Dick ni El corazón de las tinieblas de Conrad. Son Las crónicas de Narnia.

Miguel Juan Payán

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