Crítica de Licorice Pizza
Crítica de la película Licorice Pizza
Apasionante retrato de una relación amorosa sorprendente y atípica, mantenida por un actor adolescente de quince años y una joven con veinticinco primaveras.
Paul Thomas Anderson presenta su película menos oscura y obsesiva, con esta obra sincera y emocionante, sobre un par de muchachos que accede a su primera relación sentimental, de manera profunda y creíble. Una romántica experiencia ambientada en la California de 1973, y nutrida por una banda sonora compuesta por reconocidos temas de la época (del contagioso Is There Life on Mars?, de David Bowie, al Stumblin’Inn, de Smokie y Suzi Quatro).
El responsable de The Master presenta un film brillante y luminoso, con diálogos emocionantes y situaciones inspiradoras, en el que sobresalen las actuaciones de los debutantes Cooper Hoffman (vástago del recordado Philip Seymour Hoffman) y Alana Haim. Pese a su bisoñez profesional, Cooper responde a la perfección, en la piel del elocuente e inteligente Gary Valentine: una especie de buscavidas metido a empresario, que supuestamente está inspirado en la vida del productor y actor infantil Gary Goetzman. Por su parte, la cantante Alana Haim desarrolla una impactante caracterización, verosímil y plagada de cambios de estados de ánimo, como la controladora y ambiciosa Alana Kane. Un trabajo en el que ha estado acompañada por varios miembros de su familia en la vida real, que en la movie aparecen también como sus parientes (padre, madre y hermanas).
El imaginativo guion, redactado por el propio Anderson, sigue los pasos de Gary Valentine (Cooper Hoffman): un teenager poco habitual. El chaval lleva tiempo paseándose por los platós de televisión, donde ha conseguido pequeños papeles en diversos shows y películas, a la vez de ser el rostro de diversas marcas publicitarias. Un día, una empresa de fotografía llega a su instituto, para retratar a los estudiantes. Entre las ayudantes del fotógrafo se encuentra Alana Kane (Alana Haim): una chica de veinticinco años, que pronto llama la atención de Gary. La diferencia de edad (ella es adulta, y él es un simple menor) interpone los primeros obstáculos para el conocimiento mutuo, pero esto no impide que ambos se embarquen en una amistad que, poco a poco, deviene en algo más íntimo.
Paul Thomas Anderson despliega un ritmo narrativo que engancha desde los primeros planos, con una puesta en escena atrayente, y un hilo musical que capta con rapidez la atención de los espectadores. El creador californiano aprovecha al máximo las localizaciones del Valle de San Fernando y de la zona de Encino, donde se desarrolla la trama, para enfocar la atención sobre los vaivenes sentimentales de la pareja protagonista. Un curso de idas y venidas, que PTA muestra con calidez y cromatismo, sin caer en la tentación de exhibir los aspectos más sórdidos del mundo del espectáculo angelino (el cual toca de manera tangencial y bastante surrealista). Precisamente, la parte en que el director de Pozos de ambición incorpora a actores y productores es la que resulta más tópica e inverosímil. En este sentido, las caracterizaciones de Sean Penn (como una estrella del celuloide llamada Jack Holden, en relación con el mítico William Holden) y de Bradley Cooper (quien se deja llevar por la neurosis desequilibrada de su rol, un productor emparejado con Barbra Streisand, que porta el nombre de Jon Peters) se atisban como incisos algo incoherentes, dentro de la crónica romántica que lideran los acordes y desacordes de Gary y Alana.
Jesús Martín
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