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sábado, mayo 4, 2024
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Margaret ****

Margaret ****

Margaret es una joya pero no es para todo tipo de paladares ni sensibilidades. Cine de gran calidad con una larga gestación en conflicto y problemas de montaje.

Quiero explicarme muy claro para que luego los lectores de esta crítica no se llamen a engaño. Creo que Margaret es una joya y al mismo tiempo una película en conflicto consigo misma, con sus creadores, con el tiempo que ha pasado desde que se rodó (2005), con todos los problemas incluso legales entre director, productores y distribuidores para llegar al montaje que ahora conocemos, aunque se conocen otros más largos… Pero sobre todo es una película en conflicto con su época y con el tipo de espectadores que mayoritariamente se interesan por el cine en la actualidad. No es una película mayoritaria y de hecho va a llegar a la cartelera con treinta copias. Pero sí es una película imprescindible para quienes se interesan por el cine como experiencia, más que como evasión, como vivencia personal e intransferible de entendimiento con la película, más que como espectáculo de entretenimiento, como medio de expresión artística más que como producto de explotación industrial.

Y no es en modo alguno una película fácil. Pero sin duda es una muy buena película.

Lo que conviene que quede claro es que estoy convencido de que es una película para un tipo de público muy concreto que traba vínculos muy especiales con el cine como medio de expresión poética en el que no caben ningún tipo de pactos para atraer o retener el interés del espectador y donde la historia y sus personajes se imponen sobre todo lo demás, incluyendo la verosimilitud, el intento de seducir al público o el ritmo del relato.

El director ha elegido contarnos una historia que se muestra exigente con nosotros como espectadores y no nos da ni una sola muestra de plegarse a nuestras necesidades de evasión o entretenimiento. Elige jugar en la liga de un tipo de cine que cada vez se ve menos en las pantallas comerciales, pero que es un cine que me atrevo a calificar como hipnótico. Desprovisto de los adornos de producciones más convencionales, renunciando a los abalorios melodramáticos, se nos impone por la fuerza de manera incluso intransigente, generando así una bicéfala reacción en los espectadores y la crítica: unos la consideran pedante, autoindulgente, pretenciosa, mientras otros nos dejamos hipnotizar por ella y nos doblegamos a sus exigencias.

Por tanto, aviso una vez más: no es una película para todo tipo de público, si bien los amantes más intensos y apasionados de ese cine hipnótico del que hablaba, que disfrutan con las obras de autor y gozan del cine como reto sutil a su sensibilidad e inteligencia, sabrán sin duda disfrutar de su maquinadora naturaleza y de sus detalles. Porque Margaret es una película de detalles sutiles que no pacta con el espectador, y de hecho con su planteamiento, quizá haciendo gala de cierto esnobismo, renuncia a buena parte del público potencial para centrarse exclusivamente en sí misma.

Entiendo que en la actualidad eso puede despistar tanto al público mayoritario como a parte de la crítica, que como es lógico aplican su derecho a desinteresarse por esta película, pero como aficionado al cine, y no sólo como crítico, he salido del pase de prensa convencido de haber visto una película única, para lo bueno y para lo malo, y con algunos grandes momentos.

Paso a intentar aclarar un poco más por qué me parece una gran película. En primer lugar me admira su capacidad de supervivencia como historia, luchando contra viento y marea, contra las tendencias de la actual producción cinematográfica, contra las preferencias del público masivo y contra el criterio de algunos de sus financiadores y gestores.

Me admira igualmente la coherencia y el tesón puesto por su director en el empeño de hacer que el ritmo de la película, e inevitablemente su metraje, sacrifiquen todo lo necesario para ser un fiel espejo que refleja a la perfección la naturaleza irregular, volcánica, incoherente, inocente, ingenua, diabólica, egoísta, de su protagonista adolescente. Esa identificación absoluta entre el ritmo irregular y caprichoso de la película no es accidental ni un error, sino una vocación de hacer que película y personaje sean uno.

En cuanto a la protagonista, reconozco que inicialmente el empeño por poner hacer pasar a Anna Paquin como adolescente me chocaba, pero a medida que avanza la película creo que es un trabajo de interpretación sobresaliente de la actriz en el que la verosimilitud no es lo más importante, ya que ese personaje, como indican los reiterados apuntes operísticos presentes en la película, que además cierran el relato, está concebido como un símbolo, no como una representación de la realidad. Es por ese mismo motivo que acepto que algunos diálogos sean tan literarios y poco realistas y algunas secuencias tengan una planificación tan teatral. Lisa Cohen, el personaje de Paquin, está representando no a un adolescente concreta y no necesariamente sólo a los adolescentes de nuestro tiempo, sino a la adolescencia en general, la de cualquier época, y más concretamente aún a esta sociedad adolescente en la que vivimos, donde incluso las personas maduras comparten un mismo problema de incomunicación con sus semejantes.

Así queda explicado en la relación de la madre con Ramón, el personaje interpretado por Jean Reno. O en la escena del altercado de Lisa con la amiga de la fallecida que la acompaña en su cruzada por reabrir judicialmente el caso del accidente. La mujer más madura la acusa de estar convirtiendo todo y a todos en una especie de decorado y figurantes del grandilocuente despliegue de tragedia con el que Lisa quiere adornar su adolescencia, quizá porque, como la propia Lisa le dice más tarde a su madre, poniendo de manifiesto el tema central de la película, la incomunicación: “Las personas no sintonizan, mamá. Están desconectadas”. Esa frialdad y ese distanciamiento de la realidad que va creciendo en nuestro tiempo, no sólo entre los jóvenes sino en individuos de cualquier edad y condición, es una de las claves para entender la película. Hoy cada vez más gente parece mirarlo todo desde detrás de una pantalla de ordenador, de televisión o de un videojuego, como si fuera una ficción televisiva o cinematográfica. Incluso la realidad se hace ficción en los llamados “reality show” de las cadenas de televisión. Así sobrevivimos mutilados, como Lisa, empatizando cada vez menos y con mayor dificultad con la realidad y con la gente que nos rodea, viviendo como si las cosas les pasaran siempre a otros, totalmente desconectados, sin llegar a comunicarnos realmente. Y cuando algo nos pasa directamente a nosotros, cuando la realidad nos toca de su manera más dramática y brutal, como es en el caso de Lisa el accidente que ella misma provoca por esa especie de adolescencia latente y despreocupada que aqueja a toda nuestra sociedad, no sólo a los jóvenes, hay mucha gente, cada vez más, que cae en la trampa de dramatizarlo hasta convertirlo en un espectáculo que por su carácter falso contribuye a alejarnos del dolor real. La primera secuencia en la que el profesor entrega las pruebas escritas ya corregidas a los alumnos es un buen punto de arranque para ese tema que va creciendo en toda la película, construida simétricamente dentro de un paréntesis de dos muertes, y que culmina con una secuencia final totalmente operística donde finalmente se impone la expresión desatada de la angustia y los sentimientos como una manera de recuperar el contacto con el prójimo y con la realidad.

Para habitar todo ello tenemos una secuencia del accidente muy bien dirigida que crea una tensión sin acudir a ninguno de los recursos fáciles y previsibles a que nos tiene acostumbrado el cine de nuestros días. Reparen quienes vean la película que ninguna de sus muchas secuencias llega a culminarse dramáticamente. Quedan interrumpidas. Todas salvo las dos esenciales sobre las que se construye todo lo demás: la secuencia del accidente y la secuencia del reencuentro madre e hija en la ópera.

Yo diría que Margaret nos devuelve un tipo de cine al que muchos ya no están acostumbrados, un cine que se siente de manera muy intensa o no se siente en absoluto y por tanto nos resulta ajeno. Un cine que a algunos, o por lo menos a mí, me recuerda alguna que otra película de Michelangelo Antonioni o Yasujiro Ozu, salvando las distancias porque no estoy diciendo en absoluto que tenga las características de estilo de esos directores, aunque sí pienso que juega en la misma liga. Un cine de contemplación, paisajístico hasta la extenuación, pausado hasta ser enervante, y aparentemente, sólo aparentemente, caótico y sin destino concreto. Muy al contrario: Margaret sabe perfectamente a dónde va y cómo llegar allí, aunque los caminos por los que transite no sean los más convencionales. En eso se sitúa en las antípodas de otros intentos que juzgo similares pero fallidos, como ¿Conoces a Joe Black?, Cadena de favores o Tan fuerte, tan cerca.

En ninguna de ellas hay un solo momento como esa secuencia final en la que la cámara sigue los pasos de la protagonista por los pasillos del teatro de la ópera hasta hacernos entrar con ella en la sala como si fuéramos a sentarnos en el asiento de atrás para asistir a ese final operístico y apoteósico de una película que en su tono me ha recordado también en algunas ocasiones Melancolía, de Lars von Trier.

Margaret es cine con mayúsculas.

Miguel Juan Payán

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