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jueves, marzo 28, 2024
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MI NOMBRE ES NINGUNO: el funeral del spaghetti western

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Después de leer el post sobre El hombre que mató a Liberty Valance que publicó el otro día el amigo Santiago en su blog, Flying, y coincidiendo con un repaso intensivo que estoy haciendo a mi colección de películas de western europeo, me tropecé con Mi nombre es ninguno, que curiosamente se me antoja como el equivalente en el llamado spaghetti western de lo que fue El hombre que mató a Liberty Valance para el western tradicional.

La película de John Ford era un canto funeral por el western clásico, tan bien expresado en esa escena esencial para el género en la que a través de la mirada de James Stewart intuimos la imagen de John Wayne en su ataúd de madera, sin sus botas y sin su revólver, esto es, emasculado de sus atributos como icono del western. Siempre he mantenido que, en contra de lo afirmado por algunos estudiosos del asunto, el western crepuscular no nace con Sam Peckimpah y Duelo en la alta sierra, sino que nace del mismo maestro Ford que llevó el género hasta la madurez de su era dorada con La diligencia. Ford abrió el western a la madurez y lo cerró en la vejez del género, que era también un poco la propia vejez y agotamiento de la fórmula del sistema de estudios de Hollywood, con El hombre que mató a Liberty Valance, rodada en el mismo año en que Peckimpah le dio otra vuelta de tuerca al asunto empujándolo hacia nuevos territorios con Duelo en la alta sierra: 1962.

Posteriormente, de la misma manera en que El hombre que mató a Liberty Valance fue el canto funeral del oeste clásico en su versión Hollywood y su era dorada, mítica, el propio Peckimpah filmó el canto de cisne del western crepuscular que él mismo había llevado adelante con títulos básicos como Grupo salvaje o La balada de Cable Hogue, con la imprescindible Pat Garrett y Billy the Kid (1973), que fue también su despedida del género, por mucho que algunos quieran vincular al género Quiero la cabeza de Alfredo García (1974), que era un policiaco desbocado, y Convoy (1978), que era una aventura de carretera y velocidad. En su reconstrucción de la leyenda de Billy el Niño había echado Peckimpah el resto de lo que le quedaba por contar del western en su fase desimitificadora pero inevitablemente también nostálgica de la era dorada que ya no iba a volver.

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Pues bien, a Sergio Leone le correspondió hacer algo parecido respecto al funeral del spaghetti western con Mi nombre es ninguno, rodada en 1973 y en la que aparece acreditado como productor ejecutivo, aunque cualquiera que la vea es capaz de percibir que también hizo una parte destacada de la dirección, si bien finalmente dejó que su colaborador habitual, Tonino Valerii, quien por otra parte se había labrado su propio pequeño prestigio como artesano del spaghetti western, firmara como director del largometraje, cuya idea argumental también correspondió al realizador de El bueno, el feo y el malo.

Por un lado reparamos en los ecos de la mitología griega que despierta su título, en relación a la aportación de la claves culturales europeas añadidas a los paisajes, fábulas, personajes y situaciones del western americano. Mi nombre es nadie, le decía Ulises al cíclope Polifemo para despistarle con un juego que le encaja muy bien a este otro Ulises viajero por el oeste reinventado para el spaghetti western que es el Ninguno encarnado por Terence Hill, un bromista amigo de los juegos cuyo nombre es también un guiño, una broma y un juego del propio Leone a sus seguidores que recuerda al pistolero sin nombre encarnado por Clint Eastwood en Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo.

Por otro lado encontramos frente a Ninguno a Jack Beauregard, encarnado por Henry Fonda, un célebre pistolero que quiere retirarse y marcharse a Europa, alejarse de su propia leyenda, y del que Ninguno es una especie de groupie empeñado en que ponga in a su carrera de manera épica, enfrentándose con la banda salvaje, otro guiño, esta vez al Wild Bunch, el grupo salvaje de Peckimpah, pero multiplicado en el número de sus integrantes, “150 hijos de mala madre”, según dice el personaje de Hill.

Fonda es además una pieza esencial que conecta directamente el spaghetti western con el western clásico de Hollywood, con lo que en la película asistimos de algún modo a un doble canto funeral, por el western americano de la edad dorada y por el western producido en Italia. Pero además esa escena de Fonda con las gafas para poder leer un documento relacionado con su retiro, es otro guiño a los anteojos que debe ponerse el viejo pistolero Steve Judd (Joel McCrea), otro mítico del western, en Duelo en la alta sierra, la apertura del ciclo del crepúsculo en el cine del oeste dirigido por Peckimpah.

Fonda representa aquí también el papel de icono del spaghetti western puro, el de los héroes de gatillo rápido, como demuestra en la barbería en una escena que tiene mucho en común con el arranque de la obra maestra de Leone, Hasta que llegó su hora, en la cual el actor ejerció un papel de villano a contracorriente de su imagen hollywoodiense habitual y donde el director italiano explotó su mirada, que siempre había sido un icono de la integridad y la humanidad de sus personajes heroicos para demostrar, casi empeñado en su propio experimento de Kulechov, que esos ojos claros también podían ser los de un asesino.

Parte de esa ambigüedad que marcó a todos los antihéroes del spaghetti western, de los que nunca estaba del todo claro si estaban del lado del bien o del mal –en ese sentido la mirada de serpiente de Lee Van Cleef definía mejor el cinismo y la inquietante capacidad para cambiar de bando según de dónde sople el viento de los protagonistas de este tipo de fábulas que la límpida mirada del elegante Fonda-, se filtra al personaje de Jack Beauregard.

Siguiendo la fórmula habitual de protagonismo bicéfalo que marca a tantos títulos clave del western europeo (desde las adaptaciones alemanas de las novelas de Karl May con Old Shatterhand y el indio Winnetou como protagonistas hasta el dúo formado por el Manco y el coronel Mortimer en La muerte tenía un precio, sin olvidar la variante de dicha fórmula virada hacia el humor que protagonizaron Bud Spencer y el propio Terence Hill en las películas de Trinidad), Leone y Valerii imaginan un paisaje para el encuentro del western del ayer, encarnado por Fonda, con la variante humorística que ha sustituido a esas alturas al spaghetti western, las peripecias estilo Le llamaban Trinidad y Le seguían llamando Trinidad. El paisaje que imaginan para que se produzca ese encuentro es propio del spaghetti western más puro, pero en el fondo todo es una broma.

Leone y Valerii asumen el arriesgado ejercicio de entonar un canto funeral por el western en general y por el spaghetti western en particular, que ha sido suplantado en la cartelera por las peripecias gamberras de Spencer y Hill, por esas películas en las que se comen judías, con las consecuencias humorísticas previsibles. A Hill ya no le llaman Trinidad, le llaman Ninguno, porque ni siquiera Trinidad sobrevive a esas alturas, aunque la asociación Hill-Spencer prosiga en peripecias varias en paisajes más actuales que los del lejano oeste. La escena de Fonda y Hill en el cementerio es particularmente significativa en ese sentido: tenemos la impresión de que se nos aparecen en la misma los fantasmas de los duelos en el cementerio de El bueno, el feo y el malo, o del duelo final entre Charles Bronson y el propio Fonda en Hasta que llegó su hora…  Además, si prestamos atención, algunos nombres de las tumbas son muy definitorios de las intenciones de Leone… en uno podemos leer el nombre de Sam Peckimpah.

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Mi nombre es ninguno es un ejercicio arriesgado porque el ritmo de la película va a resentirse inevitablemente de ese cambio del spaghetti western serio al de broma, del protagonismo bicéfalo de dos personajes tan distintos como el serio tipo duro encarnado por fonda y el gamberro entrañable que interpreta Hill, pero al final consiguen su propósito. El relevo generacional queda claro. Fonda sale de escena elegantemente dejándole sitio a Hill, que cierra la jugada replicando el gesto de arranque del otro en la barbería, pero de una manera más gamberra, más ordinaria, poniendo el dedo en el culo del oponente en lugar de meterle el cañón del revólver entre las piernas.

Además hay algunas frases de ésas que marcan el spaghetti western.

“Hay dos cosas que van directamente al corazón de los hombres: las balas y el oro”.

“Por estas tierras los listos son parientes de los muertos”.

“Brillas como la puerta de un burdel. Te vería venir un ciego a kilómetros de distancia”, le dice Beauregard/Fonda a Ninguno/Hill, que replica: “A mi me gusta que la gente me vea”, recibiendo a cambio la siguiente respuesta del veterano: “Puede que la gente no comparta tu gusto”.

Fue además el último western de Fonda.

El western había muerto.

Viva el western.

Hasta el propio Ennio Morricone se sumó a la fiesta de demolición con una banda sonora que no duda en satirizar la cabalgadas de sus compases mezclándolas con una versión muy rumbosa de La cabalgata de las valkirias.

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