Crítica de la película Queridos camaradas
Dibujo brillante de época histórica desde la vida privada y el drama interior
Andrei Konchalovsky hace un inteligente repaso a uno de los sucesos más vergonzosos de la etapa de Nikita Krushev en el poder en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Frase textual del diálogo de la película: “¿Cómo explicas la puta huelga en una sociedad comunista?”
La respuesta: no la explicas. La reprimes a tiros, organizas una matanza, y luego borras todo rastro de la matanza, incluyendo la sangre que ha quedado en la calle y que no puede limpiarse, para lo cual vuelves a asfaltar el lugar de la masacre y de paso organizas un baile presionando a la población para mandar el mensaje de que todo va bien. Aunque nada va bien.
Konchalovsky nos define un momento y una sociedad en severa crisis de identidad donde pasado, presente y futuro conviven en una misma casa representados en el abuelo que vivió la revolución, la madre estalinista y funcionaria del partido comunista que libró la Gran Guerra Patria contra los alemanes y la hija que participa en la huelga, se manifiesta y, como sus compañeros de lucha y reivindicación, invoca la figura de Lenin como bálsamo ideológico para intentar reparar la injusticia contras los trabajadores… en una sociedad comunista donde una huelga y una manifestación son reprimidos por el ejército a tiros y enterrados, borrados, por el KGB.
El problema es que, como bien sabe mostrarnos visualmente el director, Lenin está en los dibujos de los carteles de los manifestantes como icono de la lucha de los trabajadores, pero al mismo tiempo, significativamente, está, convertido en estatua, en el interior donde la camarilla de la “casta” política comunista disfruta de las migajas que les proporciona el poder. Que asociado a la masacre, encuadrado, encontremos a Lenin convertido en estatua en el exterior entre cadáveres de trabajadores abatidos por el ejército es una de las imágenes más impactantes de la película.
Konchalovsky elige una relación de aspecto que nos muestra a la protagonista, a su padre y a su hija, atrapados en el interior de sus vidas, pero también en los exteriores. Los límites del encuadre los atrapan como atrapaban a los protagonistas de El faro, de Robert Eggers. Y estos tres personajes son claramente metáfora que alude a cómo la sociedad soviética de la época, los años sesenta, está atrapada.
Atrapada en la mentira, cuando las máscaras falsas del sistema empiezan a caerse. Pero atrapada también en las consignas aprendidas durante años, como esa canción patriótica comunista a modo de oración coral al líder que canta la protagonista en el que sin duda es el peor momento de su vida, cuando su naturaleza como madre se impone al lavado de cerebro que le han practicado como funcionaria del partido.
Lo que hace chocar Konchalovsky en su película es el reino de la humanidad y la ética sobre el reino de la mentira y el miedo. Ese es el debate en el que se mueve el agente del KGB, la madre que busca desesperadamente a su hija. Y el abuelo que mira todo lo que hay a su alrededor pidiendo morirse de tanto asco como le produce vivir ya entre tanta mentira.
Y todo eso lo hace el director jugando con un tratamiento absolutamente contrario al melodrama o la épica de propaganda de los maestros soviéticos, los Eisenstein, Pudovkin, Dovjenko… Basta haber visto las obras maestras de esos directores, El acorazado Potekim, Octubre, La madre, El fin de San Petersburgo, Arsenal, La Tierra, para comprender cómo Konchalovsky se sitúa en las antípodas de los mismos a través del tratamiento que hace de la masacre, curiosamente al mismo tiempo que bebe de lo que puede aprenderse de estos maestros del audiovisual a través de su uso del lenguaje cinematográfico. Konchalovsky simplemente le da la vuelta al calcetín del tragamiento visual de la masacre, y allí donde hubiera épica triunfalista o tremendismo trágico para potenciar la propaganda y el panfleto implícito en el trabajo de sus ilustres predecesores nos baja a pie de calle, personaliza desde el protagonismo individual, eligiendo posicionar la cámara en el interior cotidiano y cercano de la peluquería, donde vemos agonizar a una de las víctimas, encuadrando con la ventana a la madre que busca a su hija entre los disparos mientras la gente muere a su alrededor.
Hay así algo de homenaje a los clásicos soviéticos, pero también de distanciamiento frente a la propuesta de propaganda de los mismos. Por ejemplo el guiño de las estatuas de Lenin, recordando el uso de las estatuas por Eisenstein en su metáforas visuales de El acorazado Potemkin y Octubre.
Y sobre todo lo anterior, Konchalovsky nos propone una necesaria visión del paisaje de represión de la sociedad soviética de los sesenta, el lado oscuro de las idílicas postales de propaganda que otros nos han vendido durante años.
Mi abuela solía explicar todo esto simplemente diciendo algo tan obvio como que en todos lados cuecen habas.
Miguel Juan Payán
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