Crítica de Todo el mundo odia a Johan
Crítica de la película Todo el mundo odia a Johan
Hallvar Witzo escenifica un imaginativo ejercicio fílmico de surrealismo cómico noruego, con una película en la que las situaciones pintorescas son las que soportan el guion.
Cuando El abuelo que saltó por la ventana y se largó se convirtió en un best-seller literario y posteriormente en una película de fama internacional, los espectadores accedieron a una manera de hacer humor muy propia de los países nórdicos: una fórmula singular carente de racionalidad específica, casi en la línea neurótica del genial Lindsay Anderson y del legendario grupo Monty Python, aunque mucho menos hilarante y talentosa que la usada por estos artistas británicos. El know-how adaptado por los escandinavos estriba en plantear un marco costumbrista, para centrar la acción en la existencia alocada y fuera de lo normal de los personajes que aparecen en la trama. Así lo hizo el sueco Felix Herngren, en la citada movie de El abuelo que saltó por la ventana y se largó; y el noruego Hallvar Witzo recoge el testigo, con Todo el mundo odia a Johan.
El relato arranca cuando el antihéroe del título es un bebé, y sus padres se dedican a volar puentes durante la Segunda Guerra Mundial. En teoría, los Grande debían realizar sus actividades pirotécnicas para impedir el avance del ejército del Tercer Reich, pero el asunto se complica cuando, a través de sus escaramuzas, también consiguen aislar a la resistencia noruega y a los aliados. Finalizada la contienda mundial, el clan de los Grande no desiste en su afición a las cargas explosivas, hasta que una bomba les estalla mientras manipulan una mina abandonada. Huérfano a una edad temprana, Johan va a vivir con sus tíos al faro que regentan, mientras alimenta su obsesión por los cartuchos de dinamita. Ya de adolescente, el protagonista despliega su pasión artificiera por el pueblo, ganándose la enemistad y el odio de sus vecinos. Una situación que se vuelve inaceptable, cuando el chico deja en una silla de ruedas y desfigurada a Solvor: la vecina de la que está secretamente enamorado, y con la que comparte una traca que no sale como está previsto. Marginado por los suyos, Johan emigra a Estados Unidos, donde gana una fortuna volando lo que le encargan. Pero un Grande no es nada si no está en su tierra, motivo por el que regresa al pueblo, donde el resquemor de la comunidad contra él aún está bastante vivo.
Hallvar Witzo acierta al narrar la extraña y atípica historia de Johan con una naturalidad sorprendente, pese a la incongruencia e ingenuidad de muchas de las situaciones planteadas. Esta sensación de pureza es lo que mejor le sienta a la naturaleza caricaturesca de la película, a pesar de que le cueste abordar las partes dramáticas de un argumento en el que lo imprevisible está presente en cada giro de guion.
Dentro de esta estrategia ausente se seriedad conceptual, el actor Pal Sverre Hagen consigue sacar un interesante partido a un personaje tan rocoso y huidizo como el de Johan. El protagonista de Kon-Tiki parece sentirse cómodo al caracterizar a este amante de los explosivos y la pólvora, al que regala un muestrario gestual de gran eficacia escénica.
No obstante, en medio de semejante mosaico irracional y vaporoso, el film pierde algo de fuelle humorístico conforme se suceden las distintas desventuras de Johan. Un defecto que enfatiza los elementos más reiterativos de una obra que se mueve mejor en el terreno del surrealismo existencial.
Jesús Martín
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