Crítica de la película Tres Veranos
Sencillo cuento satírico con la corrupción al fondo y una actriz brillante.
Regina Casé es ante la cámara una fuerza de la naturaleza, un regalo para el espectador capaz de engancharte a cualquier tipo de historia. Tiene el poder que imprimiera la reina de las divas del cine italiano, Ana Magnani, desde una espontaneidad demoledora (pero no por ello menos estudiada y trabajada) capaz de ganarse al público desde el primer momento y darle vida a cualquier personaje.
En Tres veranos Regina es Madalena, Mada para sus compañeros de trabajo y para sus jefes, que materializa la inocencia pero también el espíritu práctico de una idealizada clase trabajadora que asume su situación laboral de secundarios en las vidas de capitalismo falsamente brillante de sus empleadores, navegando por la vida en paralelo a la sofisticación de los millonarios que, en esta fábula (y en muchos casos de corrupción de la realidad) finalmente acaban siendo o corruptos, o como señala uno de los diálogos más divertidos de la película extranjeros o jugadores de fútbol.
Regina Casé interpreta en esta película un papel que argumentalmente me recuerda, al menos en la primera parte de Tres veranos, con la película en la que quien escribe estas líneas descubrió a Regina Casé, Una segunda madre, dirigida por Anna Muylaert y estrenada en 2015. Comparten ambos largometrajes cierta reflexión sobre el abismo de las clases sociales en Brasil, puesto bajo la lupa en un inteligente cine del país que además sienta testimonio de su actualidad y en el caso de esta película sabe reírse de la corrupción con cierto cinismo amargo en el guión.
La directora Sandra Kogut forma junto con Anna Muylaert parte de un grupo de realizadoras que han puesto el objetivo de su cámara sobre poderosas figuras femeninas en las ficciones del cine brasileño, al que hay que añadir a Laís Bodanzky con Como nuestros padres (2017) y a Julia Rezende con Depois a Louca Sou (2019). Todas navegan con pericia entre la comedia y el drama en sus trabajos, pero en el caso de Sandra Kogut en Tres veranos se impone una sencillez que logra una empatía absoluta con ese grupo de trabajadores al tiempo que levanta un muro de distanciamiento con sus empleadores desde esa apertura con la fiesta familiar donde el termómetro del afecto del público queda marcado por la figura del anciano, al que descubrimos siempre perdido entre esa multitud de extraños y ajenos que empieza por su propio hijo y su propia nuera.
El guion construye la historia con unas iniciales pinceladas de creciente intriga en torno a las incógnitas que siembra el extraño comportamiento del dueño de la casa con los teléfonos que encuentra un punto de inflexión con la aparición del anciano en plena fiesta y ese incómodo momento que Kogut consigue recrear con tal grado de verosimilitud que mete a los espectadores definitivamente en esa mansión para compartir el resto del viaje de Mada en lo que podría interpretarse como una liberación del yugo de su vida como empleada-títere de los corruptos liderando a sus compañeros hacia otro tipo de vida.
Es así como la película adquiere cierto punto de crítica social expresada como metáfora, siendo esa casa y esos trabajadores una representación de la sociedad brasileña esquilmada por los corruptos. Pero todo ello lo hace Tres veranos de una manera sencilla, sin discurseo ni melodramatismo, con algunos momentos de comedia negra, como el rastro con los objetos de la casa o el crucero por la bahía de la lujosa zona rodeada de mansiones que tienen que organizar los trabajadores para subsistir cuando se va agotando el poco dinero que han dejado atrás sus jefes. Entra ahí en juego un saludable aire de picaresca que quizá podría estar mejor explotado, pero en todo caso sirve bien a ese dibujo de la sociedad brasileña que quiere dejarnos Kogut, pero que es perfectamente extrapolable a muchos otros países del mundo, quizá a todos.
Miguel Juan Payán
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