Crítica de la película Un bocado exquisito
Drama romántico, intriga sentimental y exceso cromático.
Vaya por delante que la gastronomía me interesa poco y menos, que no cocino ni tengo aspiraciones al respecto, que mi récord en la cocina está en cuatro huevos calcinados para conseguir uno frito casi comestible (vaya, otro año que me quedo sin la estrella Michelín), y que en general todo lo que tiene que ver con cocinar me aburre enormemente y soy un tipo bastante básico en la comida. Si me invitan algún día a su casa tengan todo esto en cuenta. Y aclarado todo lo anterior, al comenzar a ver esta película me temía lo peor: un tipo y una tipa en una cocina, rollo fantasía de gourmet, con mucho blanco en el plato y poca cantidad (una de mis pesadillas). Afortunadamente la cosa en Un bocado exquisito va por otro lado y no es otro petardo romántico hípster sobre el amor entre fogones, tipo Sin reservas, aquella de Catherine Zeta-Jones con Dos Caras, digo con Aaron Eckhart.
Lo que nos propone esta coproducción entre Dinamarca y Suecia es un drama sentimental -me cuesta llamarlo “romántico” porque me recuerda las películas de Antonioni sobre parejas burguesas miserablemente aburridas que no se comunican y lógicamente van de cabeza a la crisis conyugal-, y eso siempre es mucho más interesante.
Pero su tema no es si los dos protagonistas, o mejor dicho, la protagonista, ella, Katrine Greis-Rosenthal, el alma de la película y su epicentro imprescindible, acaban peleando, reconciliándose, amando u odiándose, cosa que por supuesto no voy a aclarar yo ahora aquí porque no viene al caso, no es lo más importante, y por otra parte no quiero reventarle a nadie la película. Su tema es más interesante: todo lo que pierdes cuando te obsesionas por algo. El precio de dejar todo lo verdaderamente importante aparcado para otro momento cuando, por ejemplo, tienes un restaurante y andas a la caza de que te den una estrella Michelín (yo no corro ese riesgo, ya saben), caso del matrimonio en torno al que gira esta película.
Lo que me ocurre con esta película es que creo que tiene cosas muy interesantes, pero al mismo tiempo parece empeñada en traicionarse en algunos momentos.
Por ejemplo, no es nada sutil, sino bastante hípster y hasta demasiado escandalosa, por no decir ofensivamente obvia, con su juego de colores, muy pintones, eso sí, el verde en los encuentros de Maggie con su amante, el rojo como psicotrópico emocional, el azul frío… Es interesante cómo juega con los reflejos para separar a los dos cónyuges, que parece que nunca están en la misma gama de color, mostrando así la lejanía entre ambos, salvo en el plano en el que miran a sus hijos después del momento de la sal y el bosque.
Por cierto, los rótulos con mensajito de paralelismo culinario entre la trama de la película, que al parecer sus creadores quieren comparara con la preparación de una delicatessen culinaria: se han venido arriba, pero eso sí que queda muy hípster, muy de postureo, poco natural, y tampoco es que sea muy original lo de meter rotulitos en el plano. Restan lo mejor que tiene la película, la naturalidad y cercanía que requiere la historia. Ejemplos en que sí lo consiguen tirando de más sencillez, equivalente a más “verdad”: ella hablando con su amante, verde, como en la secuencia del ascensor en la noche en que se enrollan, y rodeada del verde del bosque, en un primerísimo primer plano donde nos hacen entender perfectamente lo que mueve al amante cuando piensa en ella, y la relación que tienen y que puede ser frágil al mismo tiempo que intensa. Otro ejemplo: el movimiento de acercamiento a la niña en la terapia, genial, que nos desborda metiéndonos en la mente de esa niña, o los planos de la mirada de la niña que lo dicen todo, que hablan de cómo cuando los padres son imbéciles e inmaduros lo pagan los hijos. Verdad incuestionable, queridos progenitores, no se vendan motos ni humos: ustedes la cagan, los críos sufren. Una reflexión que está bien defendida también, sin colorines ni artificio, en la secuencia en la que los padres salen de hablar con los profesores en la biblioteca, en el diálogo del marido en el coche: al final lo que cuenta es lo que está en el puñetero plato.
La película parece pelear contra sí misma, contra todo su artificio, contra ese cromatismo chillón de esteticismo emocionalmente invasivo, pero se defiende muy bien con sus actores y en sus pinceladas de intriga en esa noche de búsqueda de Maggie, búsqueda de sí misma tanto como búsqueda de la estrella Michelín. Lo cual me lleva a pensar que todo el colorín no es otra cosa que el reflejo del mundo artificioso en el que viven los protagonistas.
Como sus propis protagonistas, la película es mejor cuanto más auténtica y sencilla, y peor cuanto más artificiosa. Enemiga de sí misma pero en su conjunto interesante. Como la propia Maggie.
Miguel Juan Payán
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