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viernes, abril 26, 2024
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Crítica Alcarràs ★★★★★ (2022) de Carla Simón

Crítica Alcarrás

Muy Grande. Simplemente la Vida, con mayúscula y  sin filtros dramáticos.

         Carla Simón nos devuelve en esta película la conciencia plena de la importancia de la mirada en el cine. Nos recuerda algo que quizá hayamos olvidado abrumados por la oferta masiva de propuestas audiovisuales que consumimos semanalmente en distintas ventanas de explotación: que ninguna película puede ser realmente buena si no posee ese don sublime de la mirada que brilla aún más en las obras maestras.

Su Alcarràs es una obra maestra. Y el pronombre posesivo procede porque está edificada desde su propia memoria, aunque es al mismo tiempo una película sobradamente meditada e inteligente como para que se convierta en Nuestro Alcarràs cuando completamos el viaje que nos propone, en el que empezamos participando en el papel de espectadores pero rápidamente nos convertimos en cómplices de sus habitantes (me resisto a considerarlos personajes), merced a la mirada íntima que en todo momento nos propone la directora sobre todos ellos.

Las miradas de la película, de sus habitantes, de la directora, y nuestras propias miradas desde ese espacio cómplice único, tan difícil de conseguir para el público pero cada vez más necesario, y que Carla Simón cultiva para nosotros con la misma dedicación que sus protagonistas dedican a sus trabajos en el campo, situándonos junto a los miembros de esa familia, cuentan en imágenes mucho más que cien páginas de diálogos.

Esa sensación nos invade casi de inmediato, desde la sucesión de planos generales con las que comienza Alcarràs. Revelan esos planos desde el primer momento el tejido de la memoria personal que se entrelaza con la mirada documental, forjando el corazón de una película en la que el relato audiovisual, sembrado de imágenes simbólicas sin dejar de ser naturales y aparentemente sencillas, viaja por el camino de la poesía cuando sigue el periplo individual de cada miembro de la familia protagonista -protagonismo totalmente coral que brilla por un delicado equilibrio que reparte espacio a todos y cada uno de sus habitantes-, pero nos conducirá en su tramo final a la exposición en prosa de la crisis social, política, económica y el drama personal que atraviesa el campo y todos aquellos que del campo viven y en el campo trabajan, sometidos al zarpazo de la especulación que finalmente se revela como el único antagonista de esta historia.

Quince céntimos por cada pieza de fruta frente a los más de treinta céntimos que cuesta producirla. Dos cifras para explicar la destrucción de un mundo y la desesperación de sus gentes. Pensemos en ello la próxima vez que nos comamos alguna fruta, sea o no un melocotón como los que cultivan los protagonistas de Alcarràs, aunque solo sea para percibir que esa fruta no brota espontáneamente por arte de magia en nuestra mesa (mi última compra, hoy, en el mercado: 4 peras y 4 melocotones, 6,35 euros).

Alcarràs

Esa reflexión final más general sobre lo que está pasando en el campo es aún más eficaz y contundente precisamente porque Carla Simón la reserva dejándola en un segundo plano y la administra cuidadosamente para materializarla plenamente y con contundente brevedad en la conclusión de su relato. Solo llega a lo general desde lo individual y lo privado, en lugar de caer en la trampa de bombardearnos con lemas y pancartas reivindicativos pero al mismo tiempo vandalizados por un artificioso ejercicio melodramático despersonalizado, como ocurre con creciente frecuencia en el cine menos fino, más precipitado, menos elegante y más básico de nuestros días, ya sea un intento comercial de cine de explotación que tira de reivindicación automáticamente  deslegitimizada por su oportunismo o un esfuerzo individual de autor quizá demasiado ansioso e  impaciente, y por tanto poco cuidadoso, a la hora de exponer y defender su tesis.

Una primera impresión objetiva, y reconozco que quizá también un poco básica a tenor de la complicidad del espectador que la película se gana a pulso con sus imágenes y miradas, me lleva a señalar que Alcarràs habita en el territorio del argumento universal de Lo viejo y lo nuevo, que tiene como fuente clásica principal El jardín de los cerezos, de Antón Chejov. Pero la película escapa a todo etiquetado y comparaciones edificando su propia personalidad desde una curiosa mezcla de sobriedad naturalista, objetiva y precisa, con momentos de subjetivismo romántico que niegan toda imparcialidad para buscar el territorio de la complicidad, materializando desde esa primera mirada casi científica de observación de sus habitantes un inevitable subjetivismo de corte romántico, quizá porque solo en la coexistencia de los contrarios podemos encontrar las verdades, o en todo caso las mejores preguntas, siempre más interesantes que las respuestas.

En un solo plano Alcarràs es capaz de sacar a la luz lo que están pensando y sintiendo sus personajes convirtiendo cada imagen en un símbolo de reflexión para el espectador, como la del coche/nave espacial que finalmente vuela por los aires; la niña separada de sus primos que juega en una montaña de tres tubos que bien podrían ser ella y sus dos compañeros de juego perdidos; el abuelo tras la pelea con el hijo, expulsado del mundo “masculino” para caer en cama rodeado de las mujeres de su familia que lo cuidan, mientras la abuela cuenta historias a modo de cuentos, como si el abuelo hubiera vuelto a la infancia tras ser desautorizado por su hijo; el abuelo en su paseo nocturno enfrentado a las placas solares bajo la luna, materializando sus dudas expresadas ya en el diálogo sobre la viabilidad de tal negocio que va a acabar con su sembrados en un plano en el que no hay sol, imagen que al mismo tiempo dibuja un paisaje ajeno en la tierra en la que ha vivido toda su vida, como si hubiera caído en otro tiempo, quizá ese futuro que lo acosa, o en otro lugar; las liebres muertas que operan como recordatorio de la amenaza que gravita sobre el mundo que compartimos con los protagonistas…

De todo ello se destila con eficacia una historia de familia que abunda en las relaciones entre padres e hijos, el ciclo de la vida, y la manera en la que el vértigo de los nuevos tiempos acaba con lo auténtico y más puro para sustituirlo por lo artificial.

Una joya cinematográfica que lo es porque para el espectador constituye también una experiencia de cine que nos lleva a aprender a mirar nuevamente la realidad, empezando por la dignidad de la mirada de los agricultores que ven cómo su mundo se desmorona.

                                                     Miguel Juan Payán 

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Miguel Juan Payán
Profesor de Historia del cine, Géneros cinematográficos y Literatura dramática

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