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Crítica La Fortaleza película dirigida por Chiqui Carabante con Fernando Cayo, José Manuel Poga, Vito Sanz, Goya Toledo
Entretenida e imaginativa comedia sangrienta de Chiqui Carabante, en la que el limitado espacio de un caserón perdido se convierte en el auténtico protagonista.
Una familia caótica, un hogar alejado de cualquier centro habitado, una galería de personajes extremos en sus actitudes y comportamiento, y muchos diálogos cargados de reproches; esos son los ingredientes fundamentales de La fortaleza: la película con la que Chiqui Carabante exhibe su gusto por el humor negro, que subyace en los desafectos consanguíneos y la violencia desatada que dominan la trama.
El guion comienza con la muerte de Arturo Viaplana (Manuel Zarzo): un adinerado hombre, que vivía en un apartado caserón situado en una zona árida, junto a su ama de llaves Gertrudis (Lola Casamayor). Tras el fallecimiento del citado individuo, un extraño notario (Fernando Tejero) se pone en contacto con Arturo (Fernando Cayo), Jorge (José Manuel Poga), Eduardo (Vito Sanz), Mónica (Goya Toledo) y Paula (Carla Nieto): los cinco hijos del difunto. El albacea del testamento reúne a los posibles herederos en la propiedad donde expiró el Sr. Viaplana, y allí les plantea el macabro juego que estipuló el patriarca antes de morir, y que deben cumplir en caso de que sus vástagos quieran ganar una parte del patrimonio del terrateniente. La misión programada consiste en localizar el lugar estipulado para el entierro por el propio difunto, a la vez de dar con el cuerpo escondido del mismo. Mientras se afanan por cumplir con las exigencias de su extraño pariente, los cinco hermanos destapan incontables rencillas entre ellos, a la vez que dan rienda suelta a los reproches con respecto a su progenitor. Poco a poco, la búsqueda se convierte en una actividad peligrosa, a través de la que se van produciendo revelaciones demasiado dolorosas, respecto al pasado de don Arturo y a los derechos de sucesión.
Chiqui Carabante acierta con una puesta en escena plena de imaginación, desarrollada en un espacio que remite vagamente a los paisajes de un western crepuscular a lo Yellowstone, levantado en torno a un inmueble que evoca ciertas conexiones con el subgénero de las casas encantadas y de los pasatiempos vespertinos que ofrecen algunos juegos de mesa (Cluedo). Con semejante engranaje, el cineasta y guionista exhibe la psicosis colectiva de un grupo de familiares con existencias a punto de naufragar, que son incapaces de callar la cantidad de reproches que tienen que lanzarse los unos a los otros. Esto sitúa la acción en un territorio de lucha continua, presenciada con indiferencia por el misterioso y pintoresco notario al que encarna, con deje teatral y look de tebeo, el convincente Fernando Tejero.
Los diálogos extremos que conforman la trama dotan a los papeles de los cinco hermanos de una fuerza notable, a pesar de que nunca accedan a relatar de una manera coherente el motivo del desafecto que provoca sus insultos y riñas.
La potencia de las luchas familiares, escenificadas a modo de duelos desquiciados, se impone a cualquier otro componente del argumento, con lo que quedan diluidas las supuestas revelaciones aclaradas tras la odisea funeraria de los Viaplana.
En medio de semejante aquelarre de delaciones y golpes, la inclusión del fantasma de don Arturo en clave hamletiana, además de lo sucedido en el pasado con el difunto cuando este era joven, se percibe como un añadido algo artificial y prescindible; ya que lo verdaderamente potente sucede en los enfrentamientos de los cinco herederos de un patrimonio que amenaza con destruirlos.
Jesús Martín
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