Crítica Oh Canadá película dirigida por Paul Schrader con Richard Gere, Uma Thurman, Jacob Elordi, Michael Imperioli
Tiene momentos del Schrader interesante, pero se aleja de sus mejores logros
La última película de Paul Schrader es una reflexión sobre la cobardía, y desde la misma plantea al mismo tiempo un reto envuelto en un ligeramente embarullado papel de aluminio que acumula capas de pasado cual cebolla existencial que amenaza con ser engullida por lo pedante.
Paseo por el no amor, la muerte y la culpa
Como consecuencia de ello, este paseo por el no amor y la muerte no sale del todo mal pero tampoco sale del todo bien, aunque conserve desde su irregularidad el valor y el atrevimiento de no jugar con las cartas más obvias del cine de nuestro tiempo y meterse en camisa de once varas proponiendo a los espectadores el reto de sacarse sus cabezas de sus culos y pensar más seriamente qué diablos están haciendo con sus vidas.
En la película el director vuelve a explorar su tema de referencia tanto en su faceta como guionista como en su carrera como director: la culpa, y con la culpa las sombras del pasado, siempre imperfecto ya sea real o irreal, idealizado o imaginado. Es el tema que persiguen a sus personajes. Y el director opera sobre el mismo como siempre: planteándose y planteándonos más preguntas que respuestas. Es fiel así a la más estimulante característica de sus películas, si bien por otra parte éstas cohabitan con naturalidad junto a su asumida adicción a perderse en sus propios laberintos siguiendo un hilo de Ariadna que el director tiene tendencia a tensar en exceso como consecuencia de su empeño en abordar demasiados conflictos existenciales al mismo tiempo.
Schrader tiende a la confusión y la dispersión. Siempre ha sido así en su filmografía y no es una novedad para sus seguidores, sino que incluso puede convertirse en un esperado rasgo familiar, si bien se convierte en un obstáculo para quienes entran por primera vez en sus laberintos.
Esa ha sido la constante de su carrera y la causa primera de la irregularidad de su filmografía, especialmente en las últimas décadas, en las cuales sus obras de madurez parecen empeñadas en desmentir las promesas presentes en sus primeros trabajos.
Se acumulan así en la estructura de montaña rusa de pretensiones intelectualoides que es Oh, Canadá numerosos viajes de más a menos y muchas preguntas, quizá demasiadas, sobre muchas cosas, y compactadas en una película de 91 minutos que puede presumir de atrevida e incluso ligeramente experimental en ciertos momentos, pero no se gana del todo tal calificativo porque cae en la trampa de entregarse a juegos demasiado obvios en torno a la imaginación y la memoria perdidas en la fabulación,
Truncado viaje a la decrepitud
Su provocador y estimulante paseo por el recuerdo, la decrepitud y la muerte -el mejor y más duro momento es ese monólogo del protagonista anciano enfrentando su ancianidad con el aroma de la juventud de la muchacha que le pone el micrófono-, se trunca así en algunos tramos por malogrados juegos con la percepción del público que siembran innecesaria confusión donde debería reinar una provocación sin compasión ni trabas como la que alude a las heces resecas en el ano del protagonista.
Esos juegos de percepción son por otra parte en algunos casos demasiado obvios, poco interesantes o directamente prescindibles. Por ejemplo ese recurso de la sustitución del actor maduro en momentos protagonizados por el joven, como la despedida en la cama de su esposa embarazada, que cae inadvertidamente en lo grotesco para explicar que incluso ancianos y ancianas siempre nos vemos en nuestro mejor momento de juventud, o ese juego de desdoblamiento de Uma Thurman en modo onanista que queda algo ridículo, o ese paso del color al blanco y negro.
De partida y a priori Oh, Canadá es una propuesta con varios atractivos a tener en cuenta, como el reencuentro con Schrader, al que en su faceta como guionista el cinéfilo tiene que agradecerle joyas como Yakuza (1974), Taxi Driver (1976), Toro salvaje (1980) y como director Blue Collar (1978), Mishima (1985) y Affliction (1997), o el rencuentro con Uma Thurman, actriz que en esta película deja continuamente muy claro que tiene mucho que ofrecer en su esplendorosa madurez si los productores se sacuden la modorra que parece extenderse como una epidemia por el Hollywood de nuestros días y le proporcionan papeles a la altura de su talento.
Pero en otros momentos se echa de menos un desarrollo narrativo menos alambicado en sus paseos al pasado real o imaginado, y una mayor sobriedad frente a esas rupturas de lo mejor que tiene la película, que es la confesión a modo de penitencia del protagonista frente a la cámara, frente a sus alumnos y su mujer.
Lo cual por otra parte enlaza con las dudas morales y los paseos por la culpa expresados a través de las imágenes especulares y los momentos de confesionario que presiden los guiones de Schrader para Taxi Driver y Toro salvaje.
De modo y manera que cada vez que el director opta por ilustrar visualmente ese pasado que desgranado por el protagonista en su fase Richard Gere para llevarnos a su juventud como Jacob Elordi, nos saca de la película interesante para llevarnos a un paseo mucho menos estimulante, y visualmente más plano, carretera arriba, carretera abajo, o hasta situaciones tópicas, en modo culebrón poco interesante de las peripecias extramaritales del protagonista, como la llamada telefónica respecto a lo ocurrido con su esposa.
Experiencia agridulce
Oh, Canadá plantea por ello en todo momento un pulso entre lo estimulante y lo simplemente aburrido que se traduce en una experiencia agridulce para el espectador. Intento pensar en lo interesante que habría podido ser este viaje sin todo el peso muerto que le imponen esas salidas al pasado, consiguiendo que finalmente me interese más el paseo por la decrepitud que la reflexión sobre el concepto de la cobardía, perdiéndose también una buena oportunidad para haber abundado más y mejor, con más sobriedad y en el tiempo presente del relato, sobre el apenas esbozado tema de la imagen pública y la realidad privada, asunto especialmente oportuno en estos tiempos de cultura de cancelación en que vivimos.
Miguel Juan Payán
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