Crítica de El brindis
Crítica de la película El brindis
Resultona comedia situacional elaborada por Laurent Tirard, en la que destaca la convincente interpretación de Benjamin Lavernhe.
Los personajes abonados a los ridículos más espantosos, los cuales sienten que su mundo es un completo caos de desafecto colectivo, suelen causar un comprensible sentimiento de empatía generalizada entre los espectadores. En un mundo donde destacan los perfeccionistas de relumbrón y los aguerridos competidores por la fama y la gloria personal, los tildados injustamente de “perdedores” en el universo capitalista y neoliberal son los que copan la mayoría de las mejores historias, merced a la vulnerabilidad que transmiten. Laurent Tirard parece muy implicado con la tarea de poner en escena a un “friki” de laboratorio esperpéntico, al que diseña convincentemente como un tipo ajeno a los comportamientos destinados a granjearle el ansiado reconocimiento social. Un hombre cargado de complejos, que siente un temor acuciante, cuando su futuro cuñado le pide que pronuncie el discurso en la boda de este con su hermana.
Pero el argumento de El brindis (titulada originalmente, con un acierto más preciso, como El discurso) no centra su atención exclusiva en el mencionado enlace nupcial; ya que el guion focaliza su componente dramático en las numerosas incertidumbres existenciales que padece Adrien (Benjamin Lavernhe). La dolorosa separación de la novia de este treintañero es lo que provoca el despliegue tragicómico de la película de Laurent Tirard, un trance que el protagonista analiza con angustia, a lo largo de una interminable y aburrida reunión familiar.
La puesta en escena de clara inspiración teatral sirve al director para ilustrar cada una de las fobias de Adrien, las cuales se remontan a sus tiempos en la escuela y en la universidad, donde empezó a comprender que sus problemas con las chicas iban a perseguirle a lo largo de toda su vida. Un recurso que se atisba como el adecuado desde el punto de vista humorístico, y que Tirard enfatiza con las reflexiones de Benjamin Lavernhe (el actor que caracteriza a Adrien) directamente a cámara, marcando el rictus gestual del personaje con notable brillantez.
Precisamente, el trabajo del elenco interpretativo al completo es el que dota de crédito chistoso y del necesario surrealismo secuencial a esta película de evolución trillada y algo estereotipada. Los excesos situacionales en los que se ve envuelto Adrien generan el buscado elemento gracioso en muchos momentos del metraje, pero también provocan una sensación de inverosimilitud y cansancio, cuando las reiteraciones se convierten en las artimañas para hacer avanzar un argumento poco ágil y tramposo.
Laurent Tirard no sabe cómo prescindir de la artificiosidad en el relato, y enlaza con escasa convicción escenas inspiradas, con otras que son incapaces de fortalecer la variante a lo Amélie y a las películas de Woody Allen en las que parece inscribirse la obra. Estos fallos tienen que ver normalmente con la obsesión del cineasta por documentar cada una de las meteduras de pata de Adrien, lo que dibuja un antihéroe de cartón piedra y de manual.
Pese a semejantes derrapes, lo que sí funciona es la determinación de convertir al resto de los personajes que rodean a Adrien en marionetas sin entidad propia, a los que el protagonista mueve a su antojo. Bien sea a través de recuerdos, o bien a través de la contundente ridiculización de sus evidentes imperfecciones como seres humanos.
Jesús Martín
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