Dirigida en 1973 por Stuart Rosenberg, San Francisco ciudad desnudas fue protagonizada por Walter Matthau y Bruce Dern, secundados con eficacia por Louis Gossett Jr., Anthony Zerbe y una joven Joanna Cassidy que ya apuntaba las maneras que la convirtieron en una de mis favoritas años más tarde cuando apareció en Blade Runner como la replicante enroscada a una serpiente (no al revés) y en Bajo el fuego como la periodista intrépida que acompañaba a Nick Nolte y Gene Hackman.
Basándose en una obra titulada en su edición española se tituló El hombre sonriente, escrita por dos de los maestros de la novela policíaca en Suecia, Per Wahlöö y Maj Sjöwall, que alcanzaron una relevancia internacional en el género mucho antes de que Stieg Larsson cubriera de dinero a sus herederos con la trilogía Millenium, Rosenberg elabora una de sus películas más logradas en una filmografía que inició con numerosos trabajos en televisión y cuenta con algunas pequeñas joyas en distintos géneros a los que siempre consiguió darles otra vuelta de tuerca. El cine de gángsteres en El sindicato del crimen (1960), el cine de prisiones en el clásico La leyenda del indomable (1967) y la modernizadora Brubaker (1980), el cine de detectives estilo hard-boiled en Con el agua al cuello (1975) y hasta el western en Los indeseables (1972), encontraron en manos de este realizador un tratamiento distinto, más personal, más íntimo incluso, y sobre todo más realista.
Realista hasta hundirse en lo cotidiano para meter de lleno al espectador en todo tipo de historias donde, bajo el ojo de Rosenberg para captar los momentos más íntimos e incluso anodinos de sus personajes, conseguía que incluso estrellas como Paul Newman, Lee Marvin o Robert Redford perdieran todo su halo de estrellato para convertirse en gente corriente y moliente.
Eso es precisamente lo que ocurre con Walter Matthau en este ejercicio de serie negra en clave de procedural que es San Francisco ciudad desnuda: se convierte en un tipo normal y corriente que casi podría ser nuestro vecino atribulado por los problemas familiares además de por la complicada investigación del asesinato de su compañero en un autobús. Vemos al sargento Jake Martin esperando a su hijo a altas horas de la noche sentado en un sillón, presa de la incomunicación con el adolescente al que no entiende y que tampoco quiere entenderle a él. Pero Rosenberg no hace de ello un momento melodramático forzado. Ni siquiera un drama. Es sólo otra pieza más de la vida cotidiana del personaje, que en el cine de Rosenberg tiene tanto protagonismo como la vida profesional e inevitablemente, como ocurre en la realidad, la complementa.
El ritmo de lo cotidiano es la clave del cine de Rosenberg en general y de esta película en particular. En el principio, el prólogo de la historia, seguimos a los personajes en sus pasos subiendo al autobús, viajando en el autobús, en una coreografía de pequeños detalles cotidianos, de cosas que vemos cada día y a las que apenas prestamos atención porque forman parte de nuestras vidas como autómatas lobotomizados por la monotonía. Pero de repente, el velo de lo cotidiano se rasga brutalmente en un estallido de violencia y es entonces cuando nos damos cuenta de por qué Rosenberg ha establecido un ritmo tan pausado para narrar la película hasta ese momento, y por qué va a volver al mismo para construir la historia de la investigación del suceso sangriento que abre la película.
Si alguien quiere tener más claro lo que define al cine de Rosenberg de sus colegas contemporáneos, basta con que vea ésta película y la compare con una de sus coetáneas, protagonizada un año más tarde por Matthau y dirigida por el más plano Joseph Sargent, Pelham 1,2,3. Son dos polos opuestos dentro del relato policial, con clara ventaja para San Francisco ciudad desnuda que se deriva de su capacidad para mostrar el trabajo policial sin los adornos de la ficcionalización, desprovisto de lo abalorios de la fabulación manejada habitualmente en el Hollywoo de la época, y del manto mitológico e idealizado, ya sea en positivo o negativo, de los agentes de policía. Hay algo en la cotidianeidad de esta película que me recuerda algunos momentos de Ahora me llaman señor Tibbs, dirigida en 1970 por Gordon Douglas con Sidney Portier como protagonista. Me refiero especialmente a los momentos en que el policía vuelve a casa y se encuentra con la familia. Sin idealizaciones ni mitología.
Tal y como promete la frase promocional, esta película destaca por su verosimilitud, por parecer más real que cualquier otra de las fábulas policíacas puestas en pantalla por Hollywood en esa misma década. Y eso en todos sus aspectos, desde la manera de enfocar el trabajo policial hasta la forma en la que atienden a los heridos al llegar al hospital, el paseo inevitable por la sala de autopsias, o la secuencia en la que Rosenberg nos muestra la asociación entre los dos policías protagonistas, Dern y Matthau, con un plano de dos que renuncia al fácil y obvio plano contra plano y a cualquier tipo de diálogo embellecedor de la situación para poner de manifiesto la incomunicación y las diferencias que los separan simplemente con el mutismo del personaje de Matthau frente a la verborrea que exhibe el personaje de Dern.
Rosenberg se confirma aquí como el cineasta de la pausa, del detalle (la secuencia en la que Matthau despierta en su casa) que se empeña en llevar la vida cotidiana al cine en cada uno de sus pequeños gestos. Si los personajes hablan, encontraremos diálogos cruzados al estilo de los de Robert Altman en los que habla todo el mundo y al fondo se escuchan otras conversaciones, por ejemplo en la comisaría. Altman tampoco había inventado nada nuevo. Vean Plácido del maestro Berlanga y sabrán por qué. Si Dern y Matthau hablan en el coche, escuchamos la emisora de radio de la policía al mismo tiempo. Y aunque ellos son los protagonistas, o al menos los conductores de la investigación, sobre todo en el tercer acto de la película, en el resto del metraje estamos ante un reparto de protagonismo coral, como muestran claramente las secuencias que filman al grupo de policías encargados de la investigación, cada uno de los cuales tendrá un momento de protagonismo absoluto, como Gossett Jr. con el chulo o Val Avery con la prostituta, o Anthony Zerbe, que tiene en su despacho una foto del entonces todavía gobernador Ronald Reagan e intenta dirigir el equipo como mejor puede, habida cuenta de que los derechos civiles –hace tan sólo dos años antes la homosexualidad se consideraba delito- les han recortado a los policías el libre albedrío del que disfrutaran anteriormente.
Pero en ese puzzle de realismo y cotidianeidad que nuestra actual dieta de cine trepidante no debería llevarnos a confundir con lentitud o aburrimiento, también hay lugar para las secuencias de acción, con el SWAT asaltando una casa en la que se esconde un francotirador, y con una escena de vigilancia y persecución que viene marcada por la moda impuesta por el productor Phillip D´Antoni con sus películas Bullit (1968) y French Connection, contra el imperio de la droga (1971). De hecho, a Bullit podríamos considerarla como un título esencial en el cambio de las claves del género policíaco, aunque en el mismo año de su producción, 1968, Don Siegel ya había dejado las cosas también muy claras con Brigada homicida.
Y junto con todo lo anterior, me encuentro una frase de Matthau que me recuerda lo que pienso yo cada vez que empiezo a dormitar viendo un capítulo de la serie CSI. Dern le pregunta a su compañero qué piensa de todo y éste le contesta: “Que podemos seguir con pruebas de huellas, balística y majaderías así hasta Navidad. Todo acabará sometiendo a presiones o haciendo tratos con el primer tipo que te encuentres en la calle y ese será el que te lo resuelva todo”.
Vamos que menos tubos de ensayo con musiquita chula y la bata blanca puesta y más patear las calles y hacer la ronda de los chotas y los sospechosos.
Digo yo…