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jueves, marzo 28, 2024
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Medidas extraordinarias ***

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Vaya por delante que cuando leo la frase “Basado en hechos reales” al principio de una película me echo a temblar porque intuyo lo que me espera y no suelo equivocarme. Eso sin contar que por otra parte estoy convencido de que la realidad no pinta absolutamente nada en el cine, que es por definición un medio que juega con la capacidad de fabulación e imaginación de sus emisores y de sus receptores, y en el cual, si bien apreciamos la verosimilitud de personajes y situaciones, mal llamada y fatalmente confundida a veces con realismo, no tenemos por qué aguantar que nos agüen el embriagante bebedizo de la fantasía y lo épico poniéndole un bozal de realidad.

Tal atadura castra la creatividad, condiciona lo que se cuenta, entorpece el movimiento del caldo que bulle en la marmita de la imaginación, e inevitablemente acaba por dejarnos insatisfechos, porque ni es realidad al cien por cien, toda vez que el medio cinematográfico exige ajustes esenciales debidos a sus propias necesidades narrativas, y por otra parte impide el libre albedrío de los artífices de la fábula para campar por sus respetos en los acontecimientos poniendo aquí y allá los adornos que su pericia a la horas de contar historias les permitan, o las veleidades que las musas de la creación quieran regalarles en uno de sus momentos de generosidad.

Pueden suponerse que teniendo todo esto tan claro, Medidas extraordinarias me diera miedito, porque reunía todas las condiciones para ser la típica película lacrimógena sobre la lucha contra una enfermedad que Hollywood suele convertir en un canto a la iniciativa privada, el hombre que se hace a sí mismo y el denominado American Way of Life, aquello de superar las adversidades y tal.

Afortunadamente la cosa no fue tan dura, pestiñosa y babosa como me esperaba, y el empalago, que efectivamente lo hay, sobre todo al final, asiste a la función las más de las veces sólo en calidad de amago, no de ataque firme en toda la línea del frente de la emotividad y la violación de los sentimientos y las emociones del espectador por las bravas.

La fórmula se prestaba a sacarle las lágrimas al espectador en plan aquí te pillo y aquí te mato: niños enfermos camino de la muerte, padre abnegado dispuesto a luchar por ellos, científico semianacoreta que encuentra su destino salvando vidas, entidades financieras perversas que no piensan en el individuo sino sólo en los beneficios…

Imaginen los temblores con los que me senté en la butaca de la sala de proyección temiéndome lo peor y calculando mentalmente el número de pañuelos de papel que iba a necesitar para sobrevivir al lance conteniendo el lagrimeo del personal si la cosa pasaba a mayores y el dique de las emociones se desbordaba a mi alrededor, tan incontenible como un pantano a todo desaguar, sobre todo porque además arrastro desde hace unos días un ensayo de alergia que me tiene con el moco colgando cada dos por tres y los pañuelos de papel se han convertido en herramienta vital para seguir tirando.

Pero no, sorprendentemente descubrí que la cosa era bastante más digerible de lo previsto, más moderada de lo que había temido, y aún con sus alardes lacrimógenos, fácilmente tolerable.

Me explico: no hay sorpresa en cuanto a su planteamiento visual básicamente telefílmico. Es una película que parece cocinada para poner una lágrima en la vida de los telespectadores de sobremesa de los sábados y domingos, lo que yo suelo calificar como “el postre amargo”, en el que se prodigan las cadenas televisivas españolas para amenizarnos. Y sí, efectivamente es un panfleto sobre el hombre hecho a sí mismo, la capacidad de superación de las adversidades y el éxito final de ésos que gustan tanto a quienes todavía creen en los cuentos de hadas de la era moderna.

Pero es un telepanfleto con Harrison Ford dentro, y eso, amigos, sigue siendo una garantía de que por lo menos vamos a ver algo sólido en la pantalla, porque este buen hombre quizá no sea un actor del método ni el mayor admirador del director escénico y pedagogo teatral Konstantin Stanislawsky, pero es lo que suele denominarse un “animal cinematográfico”: alguien que frente a una cámara consigue automáticamente la adhesión incondicional del público para todo aquello que quiera contarnos, del que nos creemos absolutamente cualquier personaje, aunque seamos perfectamente conscientes de que sigue siendo Harrison Ford y por ejemplo concretamente en esta película, cuando le vemos correr detrás de la niña en silla de ruedas, demos en preguntarnos dónde está el felpudo con patas Chewbaca que fue su colega inseparable en Star Wars o por qué no vemos la bola gigante que le perseguía en la primera entrega de las aventuras de Indiana Jones.

Siendo justos hay que decir que más allá de sus más populares personajes, Ford tiene ya una edad y mucha mili hecha en esto del cine, de manera que las artes del tiempo le han convertido en un veterano tremendamente sólido como actor que brilla en esta película con un talento para componer su personaje que merece ser tenido en cuenta, en el que, no obstante, es sin duda un papel secundario, por mucho que la publicidad, siempre astuta para atraerse el voto del público expresado en el paso por taquilla, quiera otorgarle rango de protagonista en la cartelería de la película.

También, a fuerza de ser justos, hay que considerar el trabajo de interpretación del legítimo protagonista real de Medidas extraordinarias, Brendan Fraser, quien se redime del pestiño que nos despachó en la tercera entrega de La momia y se despoja de los gestos de dibujo animado que suelen caracterizar sus reiterativos y poco aconsejables intentos de ejercer en la comedia componiendo este personaje de héroe al estilo Frank Capra, con el que nos identificamos automáticamente todos los padres del planeta y supongo que también todos aquellos espectadores/a que sin tener hijos comparten con nosotros antropológicamente la necesidad de proteger a las crías de nuestra especie. Hay dos o tres planos de Fraser mirando al vacío que ejercen como espejo de lo que cualquier padre digno de tal nombre piensa cuando ve sufrir a sus hijos: ¡que me pase lo que sea a mí antes que a ellos!

Sin alardes melodramáticos, sin tirar del gesto fácil y la lagrimita, Fraser consigue que nos creamos su cruzada partiendo desde la desesperación más absoluta y temiendo no llegar más que a la nada, pero sin dejar que eso le frene en su intento de salvar a sus hijos. De ese modo plantea, sin excesos, el dilema central de su personaje, que por encima de la reflexión más obvia sobre la inhumanidad de las grandes corporaciones que sólo piensan en los beneficios, es si debe luchar con las armas que conoce para hacer todo lo humanamente posible para intentar encontrar una cura o debe rendirse e intentar pasar todo el tiempo que pueda con ellos mientras todavía están aquí, como le recomienda el científico interpretado por Ford.

Digo que ese es el verdadero tema central de la película, aunque el otro asunto es inevitablemente la codicia como motivación esencial de nuestra sociedad y nuestro sistema económico, esa misma codicia que en la realidad de nuestra vida cotidiana se está mostrando tan eficaz para destruir vidas y sueños a golpe de quiebras, paro e hipotecas imposibles capaces de quitarle la alegría de vivir a todo el puñetero planeta.

Que el protagonista elija pasar el tiempo de vida que les queda a sus hijos entre la canalla financiera en lugar de estar en casa jugando con ellos tanto como pueda y sometiéndose a la fatalidad es por tanto el tema central de esta película, muy bien expresado en la mirada de Fraser y especialmente en dos escenas.

En una de ellas le vemos responder a una pregunta perversa de un ejecutivo de un laboratorio sobre la eficacia del fármaco que intenta conseguir: ¿Qué tasa de supervivencia generaría beneficios? ¿Qué tasa de mortalidad genera pérdidas? No quiero ser pazguato ni tampoco panfletario, porque tal cosa a mi edad sería un síntoma de bisoñez idealista tardía y falta de contacto con el lamentable y básicamente inhumano paisaje que nos rodea, pero creo que tal secuencia resume muy bien cómo funciona nuestro mundo.

En la otra, más sencilla, eminentemente visual, le vemos con su hija, en un parque de atracciones, sujetando con la mano derecha la mano con la que la niña no puede ya ni tirar la pelota a causa de su enfermedad y en la izquierda el fajo de billetes con el que va pagando las atracciones pero no parece poder conseguir la salud que le falta a la criatura.

Casualmente es un dilema similar al que enfrenta la propia película: decantarse por lo melodramático, por el sentimentalismo desatado y facilón, que sería lo más comercial y rentable, o inclinarse hacia la sobriedad y el empeño por conseguir algo que valga la pena.

Creo que en ese dilema, Medidas extraordinarias se queda en un aceptable término medio: escapa a la tentación de tirar por la tragedia desgarrada para situar en el centro del relato la cruzada del padre que nos lleva al pulso entre la codicia y la humanidad, pero hacia el final no puede impedir entregarse a la tentación melodramática, nunca mejor dicho, melo (música) más drama, imponiendo un desenlace que explica el futuro de los personajes con una cancioncilla pegadiza y aspira a hacer que la gente tire de pañuelo de papel para secarse una última lagrimita satisfecha.

Miguel Juan Payán

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