Rush: trepidante paseo por el mundo de la Fórmula 1 dirigido con pulso firme. Entre las mejores de Ron Howard.
Es curioso lo que ocurre con algunos deportes y especialmente con las carreras automovilísticas: resultan muy espectaculares, incluso épicos, en el campo de juego o en la pista, pero fuera de su entorno natural esas mismas características son muy difíciles de trasladar al cine. Ese es el primer reto que tenía que superar Ron Howard en Rush. El segundo era construir una versión fiel y al mismo tiempo dramáticamente interesante de los dos protagonistas reales en los que se basa la película. Su duelo en las pistas presta el carácter trepidante, de acción épica a la película, pero eso no es lo más interesante ni lo más difícil. Lo más interesante y lo más difícil era trasladar a la pantalla todos esos momentos de enfrentamiento entre ambos y de sus vidas privadas que constituyen el verdadero reto narrativo de Rush. Y hacerlo sin caer en los tópicos que suelen ser habituales en el resbaladizo y con frecuencia poco satisfactorio territorio del biopic. Creo que Ron Howard ha conseguido superar ambos retos con habilidad, construyendo una película en la que destaca sobre todo el equilibrio entre los momentos de acción y los momentos dramáticos. Eso le aporta un buen ritmo al conjunto. El director acierta al construir su película sobre los personajes, en lugar de caer en la trampa de desarrollarla tomando como base la trepidación de las carreras. Howard administra cuidadosamente los momentos de acción en este relato que por ello me recuerda la forma en la que abordó las dos películas que más me gustan de su filmografía: Apolo XIII (1995) y Desapariciones (2003). En su odisea del espacio, basada como Rush en personajes y hechos reales, aplica un tono intimista incluso a los momentos épicos y no deja que las secuencias de aventura y acción propiamente dichas barran a los personajes. Es por tanto, a pesar de todos sus efectos visuales, una película de actores. En Desapariciones, un western argumentalmente muy próximo a Centauros del desierto, vuelve a poner a los actores y sus personajes al frente de la trama, dosificando las secuencias de acción, los tiroteos, las persecuciones y los enfrentamientos. Eso da como resultado un western tan atípico como interesante que explora matices del género poco habituales. Nuevamente estamos ante una película de actores.
Ese mismo planteamiento se repite en Rush, donde el duelo entre Niki Lauda y James Hunt viene servido por dos actores muy distintos cuyo emparejamiento podría resultar en principio arriesgado, pero que ha demostrado ser muy beneficioso para la película. Ron Howard se la juega poniendo a una estrella del cine de superhéroes y el cine de blockbuster como Chris Hemsworth, el Thor de Los Vengadores, frente a Daniel Brühl, un todoterreno capaz de seguirle la pista a cualquier personaje real o de ficción como un auténtico detective sabueso de novela negra hasta desentrañar todas las claves del mismo e incorporarlas a su interpretación del papel. El resultado es que Howard nos ofrece una versión de Hemsworth que se aparta de la que nos tiene acostumbrado el actor y da una visión más completa de su talento como actor, al tiempo que le permite a Brühl desplegarse como un auténtico depredador de los planos que ha entendido perfectamente que una de las claves esenciales de la película era llevar el duelo real de Hunt y Lauda a sus personajes de ficción. Y no ha debido resultarle nada fácil desentrañar las claves de un personaje tan complejo y al mismo tiempo mitificado como Lauda. El riesgo en estos ejercicios de biopic es siempre acabar caricaturizando a los personajes reales en beneficio de la dramatización que impone la narración y la ficción cinematográfica. Si algo hay que tener siempre claro es que ninguna película es la verdad sobre ningún tema o persona real. Ni debe serlo. El cine no puede sustituir a la realidad o replicarla. Se lo impide su propia naturaleza como espectáculo y su propia identidad como producto de evasión y entretenimiento. Por tanto no hay que exigirle la verdad absoluta sobre nada o sobre nadie a ninguna película, por mucho que se nos presente bajo el aviso promocional “basado en una historia real”.
Reparen en que “basada en una historia real” no es lo mismo que “una historia real”.
Por eso a Rush hay que agradecerle que no caiga con frecuencia en la trampa del adorno melodramático de los acontecimientos que viven sus personajes. El mejor ejemplo es cómo trata las relaciones de Hunt y Lauda con las mujeres, con la máxima economía de metraje, aprovechando a veces un solo plano o una sola mirada para dejarlo todo claro para que nada reste espacio al verdadero tema central de la película, que es el duelo Lauda-Hunt en las pistas. Habrá quien piense que incluir en el relato el paso de Lauda por el hospital es una concesión al melodrama, pero no es así. Esas secuencias en el hospital no son una concesión melodramática, sino una pieza esencial para entender el enfrentamiento entre los dos protagonistas, que no son sino dos caras de una misma moneda en la competición: ambos unidos y enfrentados por las carreras. Muestra las consecuencias de ese duelo y además aborda la verdadera naturaleza de la gesta de Lauda, lo cual refuerza su posterior decisión final en esa competición con Hunt, ya en la propia pista. Todo está enlazado y si de algo puede presumir esta película es de ser un rompecabezas muy equilibrado en el que encajan con gran precisión todas sus piezas.
El resultado es un título imprescindible para los aficionados a las carreras de Fórmula 1, un espectáculo muy equilibrado e interesante incluso para quienes no hayan visto una de éstas carreras en su vida, y uno de los mejores trabajos de su director en el que destaca especialmente un gran Daniel Brühl.
Miguel Juan Payán
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