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Crítica La caja de cristal película dirigida por Asli Özge con Luise Heyer, Felix Kramer, Christian Berkel, Timur Magomedgadzhiev
Metáfora sobre el miedo como arma de la decadencia democrática.
De qué va
Los vecinos de varios bloques de pisos se encuentran de repente aislados y confinados en el mismo por la policía.
Crítica La caja de cristal
Un puñado de personajes quedan aislado en un bloque de pisos de una gran urbe por una intervención policial, cual si de los convidados al banquete de El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) se tratara (ojo al desenlace en el puente).
Es una producción germana que juega con el teatro del absurdo en modo Samuel Becket con su Godot convertido en esa explicación del motivo del aislamiento que nunca se produce. Aunque este es un Godot que apesta a miedo en una película que empieza aludiendo a la pérdida de la privacidad pero finalmente se despliega plenamente en torno a esa caja de cristal del título que se constituye en parábola de la falta de transparencia de las autoridades y tras sus cristales es en realidad una metáfora de lo opaco, como su propio habitante.
La falsa transparencia de lo opaco
En su arranque sitúa la intriga como epicentro, acercándose inicialmente a premisas que recuerdan o recogen la influencia bastante obvia del clásico de Alfred Hitchcock, La ventana indiscreta (1954), pero no tarda en evolucionar y se libera de la fantasía criminal psicológica de Hitchcock hacia el subtexto sociopolítico.
Tras su prólogo la película entra en un giro que la lleva hacia el territorio de lo cotidiano navegando por el suspense para deslizarse, con alusiones a la pasada pandemia -las inevitables mascarillas y algunas líneas de diálogo-, primero hacia el tema del confinamiento forzoso decretado por las autoridades, y luego, sin apartarse así de la invasión de lo privado por parte de los poderes públicos, plantea su verdadero tema para proponernos una reflexión esencial en los tiempos que vivimos.
Se relaciona esa reflexión, la parte más importante de la propuesta de La caja de cristal, con la vulneración de las libertades y derechos fundamentales de los ciudadanos en una democracia en franco deterioro y sin que aparentemente le importe un pimiento a los ciudadanos… hasta que ese recorte de libertades les afecta directamente.
La película se aleja así de lo policial para entrar en la metáfora social, siendo la comunidad de vecinos del edificio en el que se desarrolla la trama una representación de toda la sociedad alemana, y por extensión aviso para cualquier sociedad occidental de nuestro tiempo, en las cuales el miedo se convierte en eficaz herramienta para el recorte de derechos y nos han convencido de que ese recorte es la alternativa para conseguir una mayor seguridad.
Siguiendo a los personajes con una cámara inquieta, pasa la película de una fase inicial de un protagonismo coral a una materialización de cierta forma de alter-ego del espectador con una figura de protagonismo más destacado, esa madre y esposa que intenta entender lo que pasa a su alrededor al mismo tiempo que se convierte en voluntaria colaboradora con los mismos e incluso detonadora de algunos acontecimientos a consecuencia de su miedo, su credulidad y su egoísmo.
Somos cómplices
El antagonista es claramente el administrador del bloque, Horn, materialización de lo opaco que disimulan el cristal transparente del cubículo de que da título a la película, agente del caos que simbólicamente representa el sistema manipulador del individuo, esos vecinos que no se enteran del futuro que espera a sus viviendas y de la trama en la que están cayendo desde el miedo al terrorismo, a los ocupas, los vagabundos, la enfermedad y en general todo aquello del exterior al bloque en el que viven que les hace sentirse asediados.
Henri, la protagonista, se convierte en nuestra mirada como espectadores/protagonistas dentro del relato, equivalente a la de James Stewart en La ventana indiscreta, pero con una motivación más social que de entretenimiento voyeurista al estilo Hitchcock.
El juego con los colores -la protagonista con la pared roja a su espalda cuando habla con el marido sobre la vecina manifestándole su miedo- y el suspense que crece y multiplica las incógnitas con la visita a los cimientos del edificio en los que está la respuesta a casi todo, cuando frisamos ya la hora y diez de película, se alían con ese peligro no concretado, esos temblores manifestados como amenaza y subrayados por esa pelota con la que juega la niña que va erosionando las paredes de ese complejo de pisos que representa la democracia erosionada por el miedo al terrorismo, a la inseguridad, a la pandemia… cualquier miedo que en cualquier momento pueda ser utilizado para controlar y modificar la conducta de los ciudadanos y buscar entre los mismos a los aliados que permitan al sistema mutar en una dictadura disfrazada.
La alusión a la Segunda Guerra Mundial, en Alemania es demoledora y muy oportuna para dejar claras las intenciones del aviso que pretende hacer la película: la facilidad en la que somos tanto víctimas como cómplices del proceso de deterioro de la democracia, siendo ésta última representada por ese edificio que tiembla y al que el manipulador de turno ha privado de sus cimientos.
Te gustará si te gustó…
El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel se encuentra con La ventana indiscreta (1954) de Alfred Hitchcock bajo la capa de teatro del absurdo de Samuel Beckett en Esperando a Godot.
Miguel Juan Payán
Crítica La caja de cristal
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