Anodino viaje por el paisaje y la gastronomía de Bretaña con poca vitamina cinematográfica.
Estamos ante una película que es al mismo tiempo una road movie y un retrato de mujer, o mejor dicho: de las frustraciones de una mujer. Pero en una posiblemente equivocada idea de la elegancia y la sofisticación, la directora y guionista, Eleanor Coppola, no deja que esas frustraciones, ese nervio, fluyan como un torrente imparable, vitalista y visceral por la pantalla y por sus diálogos, por la interpretación de sus actores y por sus imágenes. Por el contrario en todo momento mantiene una especie de control sobre las mismas que no llega a desmadrarse ni siquiera en el momento más personal del relato, cuando esta especie de viaje con tintes autobiográficos de la esposa de Francis Coppola, aborda la pérdida del hijo de la protagonista en una iglesia, ante una figura de la Vírgen María.
Le falta “vida”, nervio, fuerza a este retrato que podría haber sido mucho más interesante pero tal como ha llegado a la pantalla nos hace pensar, reconozco que con una cierta perversión morbosa, que la madre nos está intentando narrar la versión madura de las obsesiones que puso su hija Sofía en pantalla con mucha más fuerza y vigor y mayor capacidad para seducirnos en Lost in Translation. Es fácil, y admito que quizá también un poco gratuito, establecer paralelismos entre las películas de madre e hija, pero no puedo evitarlo. Y me produce un efecto raro. Da la sensación de que Eleanor Coppola, que por otra parte a lo largo de su filmografía como directora pienso que nos ha dejado auténticas joyas a través de sus imágenes de rodaje documentando filmaciones de su marido, Francis Coppola, y su hija (por ejemplo es esencial su contribución a uno de los mejores documentales sobre cine de la historia: Corazones en tinieblas), ha llegado demasiado tarde y demasiado agotada de energía para abordar esta especie de elegante paseo con pinceladas autobiográficas por la vida de una mujer madura eclipsada por la fama de un marido productor de cine que la mantiene, textualmente, “fuera de la foto” (como muestra una de las primeras secuencias del largometraje). El matrimonio aparentemente feliz que vive tiene sus contradicciones, pero éstas no llegan a manifestarse realmente de forma enérgica durante el relato, lo mismo ocurre con sus quejas, sus dudas, sus frustraciones. Todo es demasiado “educado” para atrapar al espectador. Quizá sea una buena guía para educar en la contención de cara al exterior de las pasiones, sentimientos, dolores y miedos. Pero sospecho que una guía de conducta para tal menester no es precisamente lo que los espectadores van buscando cuando acuden a ver una película.
Se queda floja como comedia romántica, porque hay poca comedia y mucha contención, mucha sonrisa y mucho ok. Se queda corta como autobiografía porque en ningún momento Coppola quiere lanzarse realmente a la piscina y nadar con las pirañas de su propia vida o reclamar nada. La educación, la sofisticación, la elegancia, se lo impide.
Es una lástima, porque tenía elementos para haber sido un viaje muy emotivo, con guiños al clásico Dos en la carretera, de Stanley Donen. Pero lamentablemente el abuso de las delicias gastronómicas de cada lugar y la falta de nervio dramático en el resto de los elementos que integran la historia hacen el viaje más agotador de lo previsto, por la vía de lo anodino.
Afortunadamente está ahí, con todo sobre sus espaldas, Diane Lane. Una de las actrices más dotadas de su generación. Una joya de talento ante la cámara. Y una belleza que ha ganado con la madurez y recuerda a las estrellas femeninas del Hollywood clásico. El caso es que hay momentos, como el de la media en el coche o el descubrimiento del intrépido e inquieto coqueteo de su compañero de viaje francés con la fémina del museo Lumiére, en los que se asoma a la película un lejano atisbo de esa vitalidad que necesitaría para librarse de su desapasionamiento y lejanía del espectador. Pero son sólo fogonazos breves y ni siquiera resultan muy intensos en su fugacidad.
Miguel Juan Payán
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